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Columna
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Violencia y sociedad abierta

Josep Ramoneda

Ante fenómenos como el movimiento okupa o las manifestaciones antiglobalización se puede reaccionar magnificando la violencia y centrando en ella todo el debate o intentando detectar las cuestiones de fondo que el estallido de la violencia oculta o minimiza, sin que ello signifique atenuante alguno para los excesos vandálicos. La primera actitud es la conservadora, la segunda la podríamos llamar abierta -en el mismo sentido en que hablamos de sociedad abierta-, para no decir progresista, que es una palabra destrozada por lo mucho que ha sido manoseada y utilizada incluso por poderes abyectos.

La respuesta conservadora está muy extendida en todo el espectro político. En el ámbito local, basta ver las numerosas adhesiones institucionales -empezando por la del presidente Pujol- recibidas por la delegada del Gobierno en Cataluña por la actuación de la policía la semana pasada en dos casas ocupadas de Gràcia. En el ámbito internacional, el modo en que se planificó la seguridad de la conferencia del G-8 es todo un manifiesto. En democracia, cuando el poder tiene que parapetarse detrás de las barricadas para defenderse de la calle es que algo falla. Las palabras de comprensión de un Chirac o incluso de un Berlusconi -'tenemos que distinguir entre los profesionales de la guerrilla y los manifestantes pacíficos'- llegaron tarde. Habrá que ver en los próximos meses hasta qué punto son un reconocimiento de lo equivocada que es la estrategia conservadora seguida hasta ahora por los gobiernos afectados. Centrando toda la atención en el lado violento de las manifestaciones antiglobalización, se pretendía obviar los problemas de fondo que han motivado esta crisis y se confiaba en provocar la marginación de estos grupos, en unas sociedades acostumbradas al bienestar que responden reactivamente a cualquier alteración de la normalidad. Sin embargo, tanto la movilización como el malestar son de suficiente envergadura como para que la estrategia no haya sido suficiente. Con lo cual, el gran riesgo que tiene la política conservadora es dejar a la inmensa mayoría de los manifestantes pacíficos en manos de la inmensa minoría de los agitadores violentos. ¿Es esto lo que se perseguía? Estos ejercicios de maquiavelismo de tres al cuarto casi siempre acaban extendiendo el incendio en vez de apagarlo.

Sólo desde una posición abierta se puede tener autoridad moral para exigir a los movimientos antiglobalización que resuelvan urgentemente su relación con la violencia

Los gobernantes deben reconocer que hay malestar por el modo en que está aconteciendo la globalización. Sin duda este malestar puede tener un componente reaccionario. De todo hay entre los manifestantes y el mismo apodo de antiglobalizadores tiene en sí un inevitable tinte reactivo. Pero esto no quita que la globalización esté generando problemas reales que reclaman una gobernación política del proceso. Porque en definitiva ésta es la cuestión de fondo: falta política. En todas partes. Falta política porque nuestras democracias, en medio de la indiferencia de unas amplias clases medias acomodadas, se han ido encerrando en un sistema de partidos en el que la especie de lo posible -lo que se puede hacer y lo que se puede decir- es cada vez más limitada, en una renuncia creciente por parte de los dirigentes políticos que es probablemente una mezcla de la comodidad de gobernar en casa y de la impotencia ante un poder económico que, como Dios, está en todas partes y en ninguna. Y falta política en el lado de las manifestaciones antiglobalización, que no han sabido hacerse oír hasta que la violencia las ha llevado a la primera página de los periódicos. Con lo cual, cabe pensar que los mecanismos de representación y comunicación democrática fallan. Y que es perfectamente pertinente la pregunta de Dahrendorf: '¿Tienen realmente las democracias otra forma de expresar los sentimientos de muchos respecto a las consecuencias de la globalización?'.

Por estas y otras razones, sería bueno que los movimientos antiglobalización encontraran respuestas más abiertas. Es decir, de dirigentes políticos que no se amparen en la estricta denuncia del factor violencia para ocultar problemas reales que hay que atender y entender. Sólo con una actitud que reconozca -e incorpore- al debate democrático la palabra de los manifestantes y que sea exigente con los modos y comportamientos de la policía -el monopolio de la violencia legítima no puede ejercerse con impunidad y contra lo razonable- se pueden afrontar unas movilizaciones que no tienen proyecto ni objetivo final (y en este sentido en nada se asemejan a los proyectos revolucionarios de otros tiempos), pero que expresan los profundos desajustes entre política y sociedad en unos tiempos en que el poder económico campa a sus anchas, sin que la política sea capaz de hacer más que una función ancilar.

Sólo desde una posición abierta se puede tener autoridad moral para exigir a los movimientos antiglobalización que resuelvan urgentemente su relación con la violencia, algo que no es tan evidente ni tan sencillo como una simple distinción entre grupos violentos y grupos pacíficos. Evidentemente, hay que partir de esta diferenciación real para evitar que la violencia engulla todo el movimiento. Pero el problema de fondo -fácil de verificar históricamente- es que las enmiendas a la totalidad difícilmente escapan a la tentación de la violencia. Siempre que se ha querido saltar por encima de las rugosidades y contradicciones de la sociedad, siempre que se ha considerado que había que destruir un sistema entero para construir, por fin, el mundo mejor, se ha acabado acudiendo a la violencia. Kepa Aulestia ha escrito excelentes páginas sobre esta idea. La heterogeneidad y la falta de proyecto del movimiento antiglobalización puede facilitar la separación entre violentos y no violentos. Pero también la sensación de impotencia -en unas democracias que escuchan poco- puede hacer crecer la comprensión hacia los excesos, sobre todo cuando las policías parecen más empeñadas en cohesionar a los manifestantes contra ellos que en resolver problemas de orden público. Ocurrió así en Gràcia, ocurrió así en Génova.

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