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Columna
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Canícula

Ahora suele ser cuando aprieta de verdad el calor. Como muchos madrileños han salido de vacaciones, parece que tocamos a más, y lo curioso es que, como cada año, nos tomen de sorpresa los 40 grados a la sombra, apenas consolados por la tormenta de la otra tarde, cuya evaporación arruina el descanso nocturno. Madrid es ya mucha ciudad, que se acomoda al paso de las estaciones con gestos y novedades que los indígenas abominamos e incluso nos avergüenzan un poco. Es el tipismo acartonado que tanto divierte y encanta al forastero.

Cierto melancólico rubor nos invade cuando, al hilo de cualquier festividad castiza, vemos a esa pareja madura, él embutido en el terno ajustado, con chaquetilla escasa, pantalón estrechado en el calcañar y el bombín o la gorra ladeada. Ella, ufana dentro de su traje largo de percal, el mantón alfombrao y el clavel encima de la oreja. Les vi el otro día en un largo trayecto de autobús, desde el barrio de Hortaleza hasta el centro. Iban, sin duda, a celebrar al Santo o a la Patrona, en su viejo barrio.

Cuando un madrileño se acercaba a París, en tiempos en que viajar no era cosa fácil, se quedaba boquiabierto cuando le llevaban a un café cantante y veía bailar la java a unos falsos apaches, que solían ser argentinos o italianos. Si la excursión se estiraba hacia el Este, le robaban el corazón, en Budapest o en Viena, con el cosquilleo erótico de los violines sollozando csárdas o danzas de palacio. Tarantelas de Nápoles, gorgoritos en el Tirol y los mariachis ultramarinos para siempre almacenados en el recuerdo y en las películas filmadas.

Aquí donde vivimos, las cosas vienen estimadas de otra forma, con otros ojos y, sobre todo, con otros oídos. Hay lugares que rebrotan en el viejo Madrid, aledaños de la plaza Mayor, donde retoñan presuntos artistas desplegando, a voz en cuello, un repertorio nunca renovado. No es el lastimero bandoneón, ni el violín confidente que conmueve y encanta, sino la guitarra enarbolada por un energúmeno que la empuña como si fuera un hacha. La voz no es buena ni mala, es atronadora, y en lugar cerrado o entre las mesas de una terraza suspende toda posible conversación o confidencia por la imposibilidad de hacerse entender en las cercanías.

La gente que puede se ha marchado a la playa, al pantano o al pueblo de la sierra, y en Madrid sólo quedan los gatos y los turistas, y el resto que otra cosa no podemos hacer. Embarcados en una venturosa o simplemente amable cena, queremos indagar, con sigilo, la causa de que se inflija el castigo sonoro, que no figura en el menú. 'Gusta mucho a los extranjeros y entusiasma a los japoneses', hipótesis que se nos antoja muy personal. Además, habrán comprobado ustedes que los sonrientes nipones escasean últimamente. El camarero o el propietario muestran una sospechosa tolerancia: 'Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida, compréndalo', de lo que viene excluido el nuestro a disfrutar de cierta calma y sosiego y piensa que el vociferador de rancheras y canciones folclóricas donde debe encontrarse a gusto es en las manifestaciones contra la globalización.

El tipismo hace heroicos esfuerzos por sobrevivir, y eso nos conmueve a quienes llevamos más de 60 años soportándolo. Una reflexión que se mudó en risa la otra mañana, cuando la fresca voz de una locutora de radio aseguraba de las desaparecidas floristas: 'La calle de Alcalá, por la que vienen y van con la falda remangá...'. Hombre, no. De esa guisa circulaban las sardineras, desde Santurce a Bilbao -que creo que tampoco se dice así-. Por la c'Alcalá -como debería pronunciarse y escribirse en madrileño cuando se ponga en marcha la inmersión lingüística- aquellas muchachas iban con la falda 'almidoná', crujiente, con aroma a jabón Lagarto y agua de la Fuentecilla.

La apertura nocturna del Retiro no ha resuelto la peligrosidad de sus paseos, y en la Castellana los chiringuitos siguen envenenando el sueño a los vecino, saltándose a la torera las disposiciones pertinentes. Aunque, si no tienen licencia de funcionamiento, ¿cómo van a observar otras normas? Han cambiado muchas cosas, pero, sobre todo, hemos cambiado nosotros, lo que tiene mala compostura. Recibimos aquella herencia con suspicacia y sin convicción, y, si lo que no es tradición es plagio, ¿a quién demonios vamos a plagiar cuando no hay alternativas?

En Madrid, sin familia y con dinero, hace el mismo calor que en cualquier otra circunstancia personal. La vida sigue igual.

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