"Amigo, ¿somos tan malos?"
Los colombianos se han tomado el torneo como un desafío personal por demostrar que en su país los buenos son mayoría
La Copa América no es fútbol. O es lo de menos. La Copa América es el retrato de una sociedad herida en lo más hondo de su orgullo que se desgañita por presentarse decente ante el mundo. No pretende negar el conflicto sin sentido que la desintegra desde hace 30 años y la obliga a tirar hacia adelante entre secuestros y atentados, con la lacra del narcotráfico a cuestas. No esconde el deterioro social, la corrupción, la pérdida absoluta de fe en los gobernantes propios y en los ajenos. Sólo quiere que no se haga responsable a todo un pueblo de la irracionalidad de demasiados. Porque eso es lo que ha sentido. Que el esperpento de las semanas previas al torneo, que lo bailaron de un lado a otro entre la celebración y la suspensión, acabó por pintar una realidad en la que todos los colombianos salían señalados. Así, ofendida en su dignidad más íntima, interpretó la cadena de dudas y deserciones que se fueron produciendo, sintiéndose cruelmente estigmatizada. Por eso ahora, mientras corre el balón y los focos internacionales escrutan, Colombia, desde el presidente de la nación hasta el limpiabotas, se ha desbocado en una carrera desesperada por venderse acogedora. La Copa América no es fútbol. La Copa América es un compromiso que cada colombiano se ha impuesto como asunto personal, una cuenta atrás de 21 días que comienza y termina en cada rincón de las ciudades sede con la misma pregunta obsesiva.
'Amigo, ¿cómo le va en Colombia? ¿Es tan mala como le contaron?'. El policía o el soldado, cualquiera de los miles que pueblan el valle como parte imprescindible del paisaje, se muestra estricto pero cordial. Cumple con el agotador ejercicio del cacheo y el registro de la bolsa del portátil como si fuera un trámite de cortesía. 'No se impresione, estamos para ayudarle'. Y mientras un superior le ordena acompañar al forastero hasta el estadio para salvar los interminables cordones de seguridad que lo rodean, dentro de un carro si es preciso y con el fusil en la mano, reclama conversación. Siempre orientada, eso sí, a conocer la opinión que de su país se tiene en el exterior. 'Señor, ¿cómo le va en Colombia? ¿Es tan mala como le contaron?'. Más preocupado de convencer al pasajero de que Cali no es una ciudad sin ley que de justificar la falta de aire acondicionado, el taxista, mientras sortea con brusquedad unas avenidas por las que hasta las bicicletas cambian de carril con temeridad y sin previo aviso, recomienda lugares donde poder comer o bailar animadamente. 'Pero claro que son zonas seguras, el peligro está fuera de las ciudades, en el monte'. Ya en el restaurante, tanto el cliente de la mesa de al lado como el estudiante disfrazado de camarero que sueña en alto muy convencido redentoras teorías políticas para la paz, abordan ansiosamente al extranjero con la misma cantinela.
'Papito, ¿cómo le va en Colombia? ¿Es tan mala como le contaron?'. En las pistas, en cada una de las repletas salas donde a ritmo de salsa y merengue los caleños se cargan de esperanza, mujeres de voz melodiosa y curvas sublimes acuden al monotema. 'Ustedes nos insultaron. Miren, miren alrededor y cuenten que la gente de aquí es buena'. Hasta del corte inglés ambulante que se descuelga exageradamente de cada semáforo en rojo, en medio de un olor a gasolina quemada que se mastica, surge algún vendedor vestido con la camiseta de Figo o Ronaldo esforzándose porque el viajero advierta también dignidad detrás de la miseria.
'Con mucho gusto, señor, ¿cómo le va en Colombia? ¿Es tan mala como le contaron?'. En el hotel, en la sala de Internet, en la tienda de refrescos, en el centro comercial, la pregunta suena ansiosa en cualquier punto de Cali. Todos necesitan escuchar de boca del forastero que su país puede ser también un destino confortable. Todos se entregan a la tarea de vender a golpe de cordialidad una buena imagen. 'Pero no es algo forzado, señor, aquí somos siempre así', se defienden en cuanto advierten una mueca de escepticismo. Hasta que... '¡Noooo!, la imagen de Colombia, la imagen de Colombia'.
El atraco, el inmediato sonido seco de los disparos, los gritos, las carreras policiales tras el delincuente, la violenta detención, la sangre en el suelo... Una escena nada original en Cali era recibida esta vez por los curiosos con más tristeza que la propia del suceso: había periodistas extranjeros cerca. 'Qué van a decir de nosotros ahora, qué van a decir', añadía el conserje temeroso de que su amabilidad extrema hubiera perdido todo su valor de persuasión.
Bajo una inmensa pancarta -en Cali, somos gente decente-, miles de seguidores ataviados con la camiseta de la selección, aunque ésta jugase en Barranquilla, reclaman festivamente su derecho a convertir el torneo en un canto a la paz. Poco les importa el desinterés con el que abajo, sobre el césped, se aplican los jugadores. La Copa América no es fútbol. La Copa América es un país que se siente a prueba, ante la mirada desconfiada del mundo entero. Un sentimiento colectivo que ha unido durante 21 días al político y al ciudadano de a pie en una carrera desesperada por conquistar el afecto y la comprensión internacional. La Copa América es un grito: 'En Colombia, los buenos somos más'.
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