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Tribuna
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Sufriendo como perros

La fatiga es la incapacidad para mantener una determinada potencia de pedaleo. El ciclista siente la necesidad inevitable de bajar el ritmo. La fatiga es buena: se trata de un mecanismo autoprotector del organismo. Si no fuera por ella, se podrían producir daños irreversibles en los músculos y quizás en el cerebro o el corazón.

Las reservas intramusculares de glucógeno, unos 500 o 600 gramos a lo sumo, pueden agotarse en la parte final, y habitualmente decisiva, de una dura etapa. Cuando esto ocurre, el problema no es que los músculos se queden a cero de energías para mover los pedales, que para eso están las grasas, una reserva energética prácticamente ilimitada. El problema es que el glucógeno es la mejor gasolina posible para las células musculares. Algo así como su gasolina superplus, imprescindible para pedalear con fuerzas. Las grasas, en cambio, serían el gasóleo de los músculos: un buen combustible para pedalear durante horas, pero no para llanear a 50 kilómetros por hora o para subir a más de 20 kilómetros por hora. Pueden pedalear sí, pero en un kilómetro les pueden caer muchos minutos. Una manera de prevenir el agotamiento del glucógeno muscular es comer muchos hidratos de carbono encima de la bici: el músculo puede así tirar de la glucosa sanguínea a lo largo de la etapa y ahorrar su propio glucógeno para los decisivos kilómetros finales. Lo malo es que no siempre es fácil comer en marcha. En las bajadas, porque los ciclistas están más pendientes de no matarse. En las subidas, porque es imposible comer con el corazón a 190 pulsaciones por minuto y el diafragma ejerciendo una incómoda presión sobre las vísceras abdominales. Así que sólo queda el llano para comer, y muchas veces no basta. Ni siquiera para evitar que la sangre también se quede sin sus propias reservas de glucosa: llega entonces la segunda causa de fatiga, la temida pájara. El cerebro no funciona bien: el ciclista pedalea descoordinado, ido, sin fuerzas. Hasta puede llegar a ver doble. Y los músculos no responden por mucho que quiera el ciclista, pues sólo saben contraerse a las órdenes de su jefe, el cerebro. La pájara es tan antigua como la historia del ciclismo y del Tour. De hecho, el inventor del Tour y primer recordman de la hora en 1893, Henri Desgranges, ató una botella de leche al manillar de su pesada bici (25 kilos) por si le llegaba la pájara en los 35,3 kilómetros que completó en 60 minutos.

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Cuando las fuerzas fallan

Otra causa de fatiga y de auténtica agonía es la acidosis láctica. En los momentos más duros de una etapa, como los famosos ataques en plena subida a un puerto, el músculo ha de recurrir a la vía más rápida para obtener energía en este tipo de esfuerzos: la glucólisis anaerobia. Lo malo es el precio que hay que pagar por utilizar esta vía: la inevitable acumulación de acidosis en las fibras musculares, que las intoxica. Impide que se contraigan con fuerza e interfiere con los impulsos u órdenes nerviosas que les llegan del cerebro. Para colmo, la sensación de dolor o quemazón en las piernas empieza a ser agobiante. En esfuerzos absolutamente agónicos (contrarrelojes cortas, por ejemplo), la acidosis también intoxica al cerebro. Llegan los vómitos, los mareos y las náuseas. Algunos caen redondos en la meta nada más bajarse de la bici.

Durante las etapas, el cuerpo del ciclista también produce unas sustancias capaces de aliviar la sensación de dolor: son los opiáceos endógenos, cuyos efectos son comparables a los de la morfina.

Alejandro Lucía es fisiólogo de la Universidad Europea.

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