La publicidad como útero
El Gobierno ha expedientado a TVE, Antena 3 y Tele 5 por poner más publicidad de la permitida. Ignoraba que había un límite, aunque no debe ser muy serio a juzgar por el número de cadenas infractoras. Quizá cuando uno se compra un televisor deberían darle un prospecto con la composición cualitativa y la cuantitativa, todo eso. Este aparato contiene un 20% de publicidad, pongamos por caso, y un 30% de cine y un 10% de pornografía. Nunca he sabido qué es el excipiente, pero si quieren darle un toque serio al prospecto deberían incluirlo también. Yo no me tomo ninguna medicina sin excipiente porque desconfío de ella. Según la Ley de Televisión sin Fronteras, la publicidad no puede superar los 12 minutos por hora. Se entera uno de cosas increíbles leyendo el periódico. No tenía ni idea de la existencia de esa ONG. Tampoco sabía que las ONG gozaban de capacidad legislativa. Aunque ya vemos con qué resultados.
Y es que hay cosas que no se pueden cumplir. ¿Quién es capaz de pasar 50 minutos sin que un anuncio entre en su sistema linfático? Yo he hecho la prueba antes de escribir estas líneas. He salido a la calle y antes de cruzar la acera ya había visto dos anuncios. O quizá sería más correcto decir que ellos me habían visto a mí. Uno no es consciente de todo lo que ve cuando mira y cuando no mira. Nunca había hecho este ejercicio, pero en cincuenta pasos he sido asaltado por siete vallas publicitarias, seis paneles de marquesina de autobús y cuatro contenedores de pilas, creo, con su correspondiente publicidad en la cabecera. Durante ese tiempo, un camión de yogures y otro de bebidas refrescantes pasaron delante de mí. Se me olvidaba añadir que el quiosco de prensa tenía un toldo con la cabecera de un periódico.
Estoy hablando de Madrid, pero no creo que la situación sea distinta en otras ciudades. Durante 50 pasos fui observado por decenas de productos de consumo que disparaban contra mí balas que no dolían, pero que me incitaban a comprar esto o lo otro o lo de más allá para realizarme. No sé cuántas veces interrumpen la película de la tele con siete anuncios, pero qué importa eso cuando la vida, desde que sales de casa hasta que llegas a la oficina, ha sido interrumpida por doscientos mil.
Quizá el fallo de la televisión es que no entrevera bien la publicidad con la película. En la calle, por ejemplo, uno puede estar recibiendo toneladas de publicidad sin dejar de conducir el coche, de pelearse con su mujer, que va al lado, o de insultar al conductor de delante.
-De hoy no pasa -dice la esposa-, hoy cojo las maletas y me marcho. O, mejor aún, hoy coges las maletas y te marchas.
Y tú procesas esta información esencial al tiempo que ves una valla publicitaria con un anuncio de maletas de piel. Siempre te quedará la duda de si fue el anuncio el que indujo a tu esposa a abandonarte o si fue la práctica generalizada del abandono el causante del anuncio. Pero eso es lo que hace apasionante ser el objeto preferido de la publicidad: que no sabe uno cuándo decide o cuándo es decidido. Y ésa es la sustancia de la vida, el no saber. La mejor publicidad es la que se introduce en lo cotidiano como la sal en el guiso, diluyéndose en ella y dándole ese sabor especial que tiene la ignorancia.
Y es que en cuestiones de publicidad, como en tantas otras cosas, estamos todavía muy tiernos. El espectador de televisión se debería cabrear no porque interrumpan la película con anuncios, sino porque interrumpan los anuncios con películas. Pero estamos en el estadio cultural en el que estamos y tampoco se le pueden pedir peras al olmo. Yo mismo no entiendo por qué el redactor jefe no me permite colar entre párrafo y párrafo algún anuncio de mi propia cosecha con el que ganarme un sobresueldo.
Me dicen que los americanos ya incluyen publicidad entre las páginas de las novelas. ¿Y por qué no? Quizá la gente lee tan poco porque no encuentra en los libros lo que está acostumbrado a encontrar en la calle o en la tele. Bien visto, el libro es un objeto rarísimo. Puedes recorrer doscientas páginas (que son unas cuantas horas de travesía) sin ver un solo anuncio. Casi da miedo pensarlo. Imagínense un Madrid sin esas vallas publicitarias tan acogedoras como un útero y comprenderán lo que les digo. '¿Está el enemigo?', decía Gila en un monólogo cuyo éxito provenía de que todo el mundo tiene un enemigo interno o externo con el que de vez en cuando le gustaría charlar. ¿Dónde rayos está la publicidad?, nos preguntamos cuando cogemos un libro de 200 páginas. Y como no está en ningún sitio, encendemos la tele.
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