¿La última gran cita para ricos y poderosos?
Algo cambiará después de Génova. El propio primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, ha reconocido que las reuniones del G-8 (los siete países más industrializados del mundo más Rusia) no podrán seguir celebrándose en un clima de enfrentamiento como el vivido ayer en la ciudad portuaria italiana y que quizás la cumbre que concluye mañana sea la última que se celebra.
El presidente de la Unión Europea, Romano Prodi -que llegó con retraso por una avería en el avión que le traía de Bruselas- le dio indirectamente la razón. 'Creo que hay que replantearse este tipo de encuentros', dijo Prodi en la puerta del palacio Ducal, sede de las reuniones, asediado por grupos de manifestantes radicales.
A la vista de una ciudad de más de 600.000 habitantes secuestrada por las fuerzas de seguridad y al mismo tiempo enormemente vulnerable a los ataques de grupos reducidos de manifestantes, cabe pensar si no sería preferible trasladar este tipo de reuniones a puntos más remotos e inaccesibles.
El ejemplo de Rambouillet, en los alrededores de París, lugar de la primera reunión del, entonces, G-6, en 1975, queda muy lejos y sirve de poco. En aquella ocasión, los jefes de Estado y de Gobierno de Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Japón, Francia e Italia mantuvieron un encuentro fructífero, en el que se tomaron decisiones económicas de importancia, al menos para los asistentes.
Al año siguiente, al selecto club se unió, por decisión del Gobierno de Washington, Canadá. La reunión, reducida, discreta, fue un éxito. Pero desde entonces ha llovido mucho. La complejidad del mundo y la amplitud de escenarios ha convertido estas reuniones en un encuentro inabordable, que depara pocas noticias. El año pasado, en Okinawa, se batieron todos los récords de vacuidad en los comunicados finales, pero Génova no quedará muy atrás. La impresión es que las decisiones están tomadas y que el encuentro no pasa de ser un ejercicio de relaciones públicas costosísimo que se salda, además, con un balance de orden público amargo.
22.000 millones de coste
La preparación de tres días de cumbre ha costado 22.000 millones de pesetas. Una cifra fabulosa, indirectamente proporcional a la importancia de los acuerdos alcanzados. Quienes propugnan una ampliación del G-8 (a Canadá se unió hace un par de años Rusia), proponiendo reuniones gigantes en las que figuren los líderes de países no necesariamente ricos, pero fundamentales en el contexto político internacional, se olvidan de que, a estas alturas, el G-8 es un encuentro ya demasiado grande.
Los intentos del presidente español, José María Aznar, de que España sea admitida a este selecto club han tropezado hasta el momento con una negativa cortés. A estas alturas, los países que se incorporen procederán de alguno de los continentes olvidados y, en todo caso, el club ya no es el que era.
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