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Tribuna
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Las tres injusticias

Muchos de los que se manifestarán en Génova han saludado como una victoria la decisión de algunas grandes firmas farmacéuticas de permitir a Suráfrica fabricar medicamentos genéricos para combatir el sida. De este modo, millones de enfermos podrán beneficiarse de las investigaciones realizadas en los laboratorios de las grandes multinacionales. Este episodio debería hacernos reflexionar sobre los valores positivos de la globalización. Podemos ganar o perder el desafío que se nos presenta, pero no podemos eludirlo: nos guste o no, la globalización es un hecho. Nuestra obligación es controlarla, ponerla al servicio del hombre.

Hoy nos encontramos en una situación que calificaría como la de las tres injusticias: el dramático aumento de la diferencia social y de prosperidad entre las categorías más ricas y más pobres en las sociedades desarrolladas; esa misma diferencia creciente en las sociedades de los países pobres y, por último, la diferencia de niveles de crecimiento y bienestar medio entre los países ricos y pobres. No nos podemos resignar frente a esta situación sin haber hecho cuanto esté en nuestras manos para reducir las desigualdades, promoviendo reformas que permitan a nuestras sociedades hacerse más abiertas, más justas y más comprensivas. Por todo ello, aun condenando de forma absoluta la violencia, no podemos menospreciar una protesta que refleja un malestar real y difuso que en sí mismo no puede ni debe ser ignorado.

El profundo disentimiento al origen de dichas protestas encuentra su expresión, a menudo confusa, de mil maneras, desde la lucha contra la pobreza hasta la protección del medio ambiente, pasando por la defensa de la cultura local o la oposición al dumping social. Esta extrema diversidad de objetivos no debe impedirnos ver el verdadero origen del problema, es decir, la profunda insatisfacción ante los niveles de justicia y de participación en la sociedad.

El problema de la pobreza en el mundo no se resuelve con menos globalización, bien al contrario. No es casual que las sociedades más marginales y pobres del mundo sean, no las activas en la globalización, sino las olvidadas por ella. En efecto, la alternativa a la globalización es el bilateralismo en el que a menudo todo queda a expensas de la buena voluntad del más fuerte. Es éste uno de los aspectos decisivos del problema.

No se puede controlar la globalización sin las organizaciones multilaterales. No se pueden abrir los mercados sin pasar por la Organización Mundial del Comercio. La deuda de los países pobres no se puede anular y sus infraestructuras mejorar sin el Banco Mundial o el Fondo Monetario. No se pueden promover normas sociales más elevadas sin la Organización Internacional del Trabajo.

El G-8 -G-7 en su origen- pretendía ser un foro de debate informal, de contacto directo entre los dirigentes, para prevenir o resolver tensiones y malentendidos que podrían resultar muy peligrosos. Ciertamente, hoy se impone una nueva reflexión sobre el modo de concebir y gestionar este mecanismo: ¡pero no para liquidarlo, sino para hacerlo más eficaz! Y del mismo modo, debemos hacer que funcionen mejor todos los mecanismos multilaterales. Por lo demás, la UE es el mejor ejemplo de cómo, aunque partiendo de posturas distintas, es posible crecer juntos. Medio siglo de integración europea nos ha permitido lograr un equilibrio duradero entre vencidos y vencedores, entre grandes y pequeños, entre Estados avanzados y menos avanzados. Hoy, esta experiencia es la base de la reunificación de nuestro continente y un modelo en distintas partes del mundo.

Sin embargo, creo que la Unión debe involucrarse aún más en las fuerzas sociales y civiles que se han organizado y aspiran a ser nuestros interlocutores. Debemos abrir más nuestros procesos de decisión. Debemos procurar dialogar más con nuestros ciudadanos. En este sentido, la Comisión Europea está proponiendo una revisión del sistema de gobernación en la UE, a la luz de los principios de apertura, participación, responsabilidad, eficacia y coherencia.

Es ésta la Europa que tengo en mente: la Europa social, una Europa de los ciudadanos que sea un modelo para el mundo por sus niveles de protección y que tenga capacidad de intervención en el exterior como generador de prosperidad y crecimiento también en los países emergentes. Y pienso que estos mismos principios deberían orientar la revisión de otras organizaciones con destacados papeles en la escena internacional.

Terminaré planteando un último problema. Algunos sectores de nuestra sociedad piden un mayor diálogo. Otros exigen un debate más amplio y más directo. Y otros buscan la confrontación. Debemos estar dispuestos y abiertos a la escucha de las razones de quienes protestan sin violencia.

Pero, a pesar de todo, existe también una terrible falta de comunicación. Los contestatarios de Gotemburgo parecían ignorar que estábamos peleando por hacer avanzar el proyecto relativo al desarrollo sostenible que forma parte de una política general basada en la inclusión social, en la defensa del medio ambiente y en la consolidación del modelo social de la Unión. Los que ahora protestan pidiendo la cancelación de la deuda no pueden ignorar la iniciativa europea everything but arms (todo menos las armas), que prevé la apertura unilateral de nuestros mercados a los productos de los países más pobres del mundo.

La democracia, local o mundial, es una búsqueda continua de justicia social en niveles cada vez más elevados. Es evidente que no todos tenemos el mismo entusiasmo. Creo que vale la pena luchar, movilizarse y defender esta visión, en Europa y en el mundo, e impedir que la riqueza de algunos se alimente de la pobreza de los demás.

Romano Prodi es presidente de la Comisión Europea.

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