Wagner en Israel
La supuesta provocación del notable pianista y director de orquesta, judío por más señas, Daniel Barenboim dirigiendo a Wagner en Israel me recuerda una anécdota doméstica que, con el permiso del lector, viene al caso. Y es que en cierta ocasión, habiendo yo puesto un disco, para mi solaz y sin asomo de malicia, de apacible canto gregoriano, la chica de servicio se me vino histérica encima para que lo quitara, pues le recordaba, por asociación de todo punto respetable, los entierros de su pueblo.
Cada cual sobrelleva sus traumas como mejor puede. Y se protege cuando es menester de innecesarias heridas. Pero la buena salud de la cultura, que es como decir la de la humanidad, aconseja moderar las propias histerias, individuales o colectivas, reconociéndolas tales y sin imponer a los demás la que cada uno padece para sus adentros.
La música está tan a años luz de la política, tan en otra esfera, que superponerlas es negar la evidencia y aumentar la legión de los tabúes: lo que significa un lamentable paso atrás en el ejercicio de la libertad humana. Que a uno, sea judío o no, le repugne la música de Wagner, o la de Mozart, es parte de sus inalienables derechos. A diferencia de la política, la música no se impone a nadie. Pero es deber de todos consentir que aquellos otros que la adoran en sus cotas más altas la disfruten a sus anchas. Viva usted con su neura, pero deje que yo viva con el arte que amo. ¿No le parece?
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