Aceite inflamable
La crisis de las vacas locas suscitó hace meses perplejidades de índole científica. Se ignoraba -y continúa ignorándose- qué cantidad de vaca loca conviene ingerir a fin de contraer la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, o cómo detectar el morbo en la res sin rebanarle antes el cerebro, y así sucesivamente. Ahora no hemos necesitado la complicidad de la naturaleza para sentirnos perplejos. La ministra de Sanidad ha conseguido sembrar el estupor en un santiamén y sin ayuda aparente de terceros. Su requisa fulminante de las existencias de orujo de aceite de oliva resulta heterodoxa por dos razones fundamentales. La primera de ellas es que seguimos sin saber cuándo se hicieron los análisis y en qué momento fueron comunicados por Agricultura al ministerio hermano. El propio número de análisis citados, que no documentados, produce extrañeza: trece. Averiguar el porcentaje de benzopirenos en una muestra de aceite es sencillísimo, y lo normal sería que se hubiesen verificado cientos o miles de pruebas. Los números, los modos, la propia elocución irregular de la ministra, producen un efecto penoso: se diría que a Celia Villalobos le hubiese caído la designación ministerial demasiado pronto, cuando, por juventud o inadvertencia, estaba todavía jugando a las enfermeras. Pero no acaba aquí el asunto.
Con frecuencia, se establecen conexiones causales simples entre la existencia de elementos patógenos en un producto alimentario y el riesgo que el último supone para la salud. Pues bien, esto es un error: la capacidad del agente para hacer daños depende de la cantidad y, más sutilmente, del entorno bioquímico. Un ejemplo: el ácido cafeico, ligero inductor de cáncer cuando nos tomamos un cortado o un blanco y negro, está presente también en la manzana, que es una fruta máximamente saludable y, para más señas, anticancerígina. ¿En qué reside la diferencia? Fundamentalmente, en las distintas concentraciones y en los elementos con que el ácido se combina según esté en el café o según esté en la manzana. Si tuviésemos que prescindir de todo lo que contiene sustancias potencialmente nocivas, nos veríamos obligados a vivir del aire. Y como el aire también aloja agentes que en las dosis oportunas, y en estado puro, son capaces de lastimarnos, y hasta de enviarnos al otro mundo, resulta al cabo que el varón prudente no debería ni tragar ni respirar.
Ilustra bien el caso la experiencia americana. En los cincuenta, gracias a una enmienda del senador Delaney, se prohibió el uso de aditivos y conservantes cuya composición incluyera agentes potencialmente cancerígenos. Por lo último se entendía toda sustancia que, administrada en dosis arbitrariamente grandes, fuese capaz de producir cáncer en animales de laboratorio. Bastaba un solo experimento positivo para colocar la sustancia en la lista negra. Años adelante se comprobó que innumerables productos naturales y perfectamente recomendables deberían ser proscritos según el criterio Delaney. Y la ley se ha cambiado hace dos o tres años.
No se sigue de aquí que la incursión relámpago de la ministra carezca de causa. Pero sí que ésta, de momento, no ha sido expuesta a la opinión de modo inteligible. Factores adicionales añaden leña al fuego. Las concentraciones habituales de benzopirenos en nuestro aceite de orujo serían consideradas aceptables en muchos países de la Unión Europea; la normativa nacional no las prohíbe, y las técnicas de producción que están en su origen han sido promovidas y financiadas por las autoridades, así españolas como comunitarias. El rechazo por la República de Chequia de una partida aislada no parece razón suficiente para una medida que deja con el pie cambiado a la industria aceitera en su conjunto. En el supuesto de que no haya pasado más de lo que oficialmente ha pasado, habría sido más inteligente negociar con los productores procedimientos para rebajar en un plazo prudente el porcentaje de la sustancia problemática. Por qué no se ha hecho esto es cosa pendiente todavía de explicación.
Es palmario que Celia Villalobos no ha estado nunca a la altura de las circunstancias. Cada vez que le han puesto delante un listón, ha agachado la cabeza o se ha ido por las esquinas. ¿Cuánto tiempo habrá de transcurrir hasta que se busque a un saltador con los músculos más a punto?
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