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Una paz valenciana

La constitución, finalmente, de la Academia de la Lengua Valenciana, un acuerdo costoso de obtener, quizá pueda ser considerada como el estallido de una paz como todas las paces, breve. Una paz valenciana. No sabría explicar los detalles de las negociaciones que la han hecho posible. Y tampoco conozco el sentido final de las concesiones que se han hecho ni incluso si las demoras que han caracterizado el proceso obedecían a cálculo o eran sólo faltas de la mecánica política. Incluso los nombres de los componentes me son desconocidos, a excepción del de Xavier Casp y Albert Hauf, por muy diferentes motivos situados en mi lejana infancia. Más familiar me resulta aún el equipo del Valencia CF, de principios de los años cincuenta del pasado siglo, que el de los miembros de la academia que debe velar por una lengua que, en realidad, no tiene nombre, o que, según de dónde se mire, resulta ser otra de la que es. Ésta és la cuestión que creo, por oficio, poder explicar al lector.

En la afirmación de que la 'lengua valenciana' es diferente del catalán sorprende la exaltación con que se proclama la diferencia y el desvarío que contiene

En la afirmación de que la 'lengua valenciana' es una lengua diferente del catalán sorprenden habitualmente dos cosas. Por una parte, la exaltación con que se proclama la diferencia, su tono áspero e interpelativo, su estridencia, en fin, y la violencia conminativa apenas disimulada. Y, por la otra, el desvarío que en sí misma contiene la afirmación de diferencia entre las dos lenguas -una supuestamente verdadera, el valenciano, y la otra, ficticia como autóctona e impuesta por maquinación política, el catalán.

No son pocas las personas que fuera del ámbito valenciano, e incluso dentro de él, muestran extrañeza ante esta insensatez y la persistencia en que ocurre, como si no existiera jamás y en ninguna parte razón alguna capaz de persuasión. Incluso algunos de por aquí tienden a considerar que todo ello quizá no sea más que expresión singular de un fondo de aguas negras valencianas. Esto, claro, es falso. Se debería recordar que un desatino semejante estuvo a punto de ocurrir en Mallorca con el gonellismo -poco antes y poco después de la muerte de Franco-, que adquirió el nombre de un seudónimo, Pep Gonella, con el que algunos firmaban artículos en la prensa, y que proclamaba la existencia de una lengua autóctona diferenciada del catalán e históricamente anterior a ella. Que el gonellismo no fuera capaz de convertirse en la percepción lingüística popular dominante no hace el intento diferente del de los blaveros. Las causas de su relativo fracaso deben analizarse en otro lugar. Gente más docta que yo puede establecer los motivos por los cuales el blaverismo consiguió que el desvarío que proponía fuera socialmente aceptado. Yo me limitaré a formular una pregunta y tratar de constestarla, aun sabiendo que incurro en una considerable simplificación.

Ésta es la pregunta: ¿cómo es posible que intelectualmente se acepte como verdadera una proposición que es manifiestamente mentira? Y además que se consiga que esta proposición obtenga rango social suficiente como para forzar una simulación de debate y de, eventualmente, acuerdos sobre ella. ¿Qué es lo que intelectualmente permite una tal impostura, un ejercicio colosal de fraude? La pregunta requiere una respuesta en dos fases. Uno, el fraude no podría hacerse tan consistentemente si no se supiera que, en efecto, la proposición es mentira: no hay una lengua valenciana autóctona diferente de la catalana. Por supuesto, no todas las personas blaveras conocen la mentira. El blaverismo, sin embargo, como procedimiento de identificación lingüística, sí, inequívocamente, sabe que lo que propone es mentira. Por ello puede manifiestamente rehusar los argumentos que muestran la veracidad de, justamente, lo contrario de lo que afirma.

Y dos, ¿cómo puede ser técnicamente posible mantener y propagar socialmente la falacia? Pues porque esta falacia no es incongruente con las descripciones que se hacen de la secuencia historiográfica convencionalmente aceptada. Justo por esto. Una lengua autóctona derivada del latín podría, en efecto, postularse si el postulado incluye también un continuo sujeto histórico permanente. Es decir, iberos, romanos, moros, cristianos. Fíjese el lector en que esta secuencia sólo es posible si en el estadio de moros permanece la población o una porción de población suficiente que asegure la continuidad social del habla romance. El equívoco en torno a los moros es grávido, pues, de alumbrar deformes criaturas sociales y aberraciones lingüísticas. Si los moros son sólo una fase de este sujeto narrativo, los conquistadores catalanes pueden encontrarse con una lengua latina semejante a la suya, pero previa. Así de sencillo. De esto ha vivido intelectualmente el blaverismo. Es cierto que desde hace relativamente poco ha habido una impugnación académica del monstruo historiográfico que eran los mozárabes, los garantes de la continuidad indefinida del sujeto social valenciano, pero no ha sido suficiente, como quizá lo indique la perplejidad de algunos al leerlo ahora mismo. Por una parte, la impugnación es filológicamente sólida e irrefutable. Pero, por otra, la persistente confusión en torno a la existencia de un corte, el de los moros, en la supuesta secuencia continúa permitiendo todo tipo de deformaciones. De tal manera que el mismo enunciado de la secuencia se funda en que ella misma es ininteligible. Equivale a aceptar un pasado que sólo puede ser falsamente contado. Al no hacer de los moros un corte neto, imposibilitando así la secuencia narrativa, se introduce en ella un factor permanente de irracionalidad. Tan sencillo que resulta decir: no hay historia valenciana posible antes de la conquista catalana, y aragonesa, por supuesto.

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Pero el lector ya habrá adivinado que debe haber razones de peso para que algo tan sencillamente demostrable no sea reconocido y aceptado. Sí, las hay. El guión de la historia de España es claramente éste y no otro. Como en un juego de muñecas rusas, cada una cabe en otra mayor, repitiendo su forma. La historia blavera valenciana reproduce más diminuidamente la de España -prehistóricos, iberos, romanos, algún cartaginés, moros y cristianos-. Por ello lo que puede enunciarse como mentira evidente -la lengua valenciana no es la catalana- no contradice en el fondo el discurso mayor historiográfico de un sujeto permanente, perceptible en fases consecutivas aunque con rasgos culturales específicamente diversos. No se trata, pues, de un conflicto entre pacientes sabios filólogos que devotamente predican una certeza que unos extasiados dementes no aceptan. Ésta, que suele hacerse, es una representación inexacta y parcial de una temible realidad. La nueva Academia de la Lengua Valenciana resulta ser, pues, el reconocimiento formal, como en quebradiza silueta, de cómo verdad y mentira son inseparables y de cómo activamente conviven y buscan seriamente destruirse una a la otra. Vaya secreto, el valenciano.

Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UB.

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