¿Es el paraíso? Ahí va un hombre genial y bueno
Le conocí en el 72 o 73. Hay cifras que no se recuerdan porque predominan el hombre y su época, nuestra época. Miguel Gila (por una errata salió impreso Manuel) me recibió, para una entrevista con destino a Fotogramas, en un apartamento alquilado por semanas, en el Paralelo barcelonés. Había regresado para poner en escena una obra de teatro, La pirueta, una pieza del absurdo en la que demostraba que era mucho más que un cómico con boina. Venía de Latinoamérica, de Argentina, de tiempos y países que le permitían expresarse y ser como no consentía el chato franquismo del final. Estaba con su esposa, preciosa y porteña creo, que llevaba unas botas rojas de caña alta y una melena negra espectaculares. Se querían mucho. Se han querido hasta el final, me parece.
Como lo que yo le pregunté era irrelevante, reproduzco aquí algo de sus respuestas: 'Todo está como siempre', me dijo, refiriéndose a España. 'En los quioscos de las Ramblas siguen expuestas las novelas de Somerset Maugham y de Vicki Baum. Sólo ha cambiado la edición, la fachada'. En Argentina había hecho teatro experimental, eran tiempos de inquietud para el país hermano, y él disfrutaba trabajando de forma independiente, mientras se ganaba la vida con la publicidad.
Aquí no tuvo la acogida que merecía. En realidad, todo el mundo prefería a Gila el de la boina. Que no era menor. Pero él era más. Cuando terminó La pirueta regresó a América. 'Vivir allí me ha servido de mucho'. Su tipo de humor, decía, 'no es de un país determinado'. Y tenía razón. Ni de una época.
Le volví a ver en un par de ocasiones más, ya en democracia. Argentina se había convertido en un infierno, y esto prometía. Era socialista. Tanto, que cuando lo de los GAL y la corrupción, pese a estar dolido, siguió arrimando el hombro incluso a aquellos que, aunque correligionarios suyos, preferían creer que hacía chistes a ponerle los medios para que desarrollara su genio escénico.
Pero era bueno y fiel, y sabía lo que había sido una España insolidaria y asquerosa, y temía que volvieran 'a ganar éstos' (su vocabulario de posguerra: como el de mi madre). Tenía un chiste (por llamar de alguna forma sus aforismos, sus filosofías) que nos resumía como país y como destino en lo universal: 'Ésos sí que son ricos: tienen sopa y corbatas'.
También me dijo, en aquella lejana entrevista con la esposa de botas rojas y sonrisa cariñosa, que se había 'sentido libre al darse cuenta de que se puede vivir prescindiendo de muchas cosas que no son necesarias, que las hacemos necesarias nosotros mismos, no sé por qué. Ropas, coches, aire acondicionado... una serie de objetos propios de la sociedad de consumo que vamos acumulando sin comprender que nos esclavizamos nosotros mismos'.
Esto lo contó en la España del desarrollismo y, como mucho, del Seat 1400. Casi treinta años después, pienso con ternura en el hombre que para vivir sólo necesitaba su cerebro y su corazón, un buen amor al lado y un teléfono sin cable y sin línea. En una de las ocasiones en que le volví a ver siguió mirándome con su aire tierno y avispado: como si en todo aquel tiempo me hubiera estado cercano y se sintiera más o menos a gusto con lo que había visto.
Le quería mucho, como todos nosotros, creo. Es difícil habituarse a la idea de que ya no está, sobre todo tratándose de un hombre que se daba ya, forzosamente, en palabra fugaz, en imagen empanada entre dos o tres estupideces de espectáculo televisivo al uso. Más libros, más imágenes y más vídeos de Miguel Gila me faltan y nos faltan.
Ganas dan de agarrar el teléfono sin cable y sin línea y preguntarle al cielo sin Dios por qué se ha llevado a Gila y no a otros.
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