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Reportaje:

Así cayó la mayor red de prostitución de inmigrantes

Una carta de invitación fue la pista que permitió a la policía de Canarias detener en la Operación Charro a 69 personas tras 14 meses de investigación

Una carta mecanografiada condujo a la policía de Las Palmas hasta la que tal vez sea la mayor red de prostitución de inmigrantes detectada en España. Los agentes de la Brigada de Extranjería y Documentación tropezaron con el documento en mayo del año pasado, cuando revisaban las solicitudes presentadas al proceso de regularización. Tras 14 meses de investigaciones, aquel hallazgo ha permitido la detención de 69 personas, 20 de ellas españolas. El resto pertenecen a grupos criminales de Rusia, Polonia, Hungría, Rumania, Italia y varios países latinoamericanos. En la operación, denominada Charro, también fueron arrestados un agente del Cuerpo Nacional de Policía que regentaba un club de alterne, un policía local que ayudaba en el traslado de las mujeres y un abogado.

En un solo año la organización traficó con entre 200 y 300 jóvenes. La policía calcula que cada una de ellas 'facturó' en torno a 30 millones de pesetas

La carta era, en apariencia, inocente. Se trataba de una invitación para residir en España y estaba firmada por una persona residente en Gran Canaria. La presentaba una joven procedente de Europa del Este como aval para obtener su regularización. Las sospechas surgieron cuando apareció una segunda carta, idéntica a la anterior. Estaba escrita en la misma máquina y respaldaba la solicitud de otra extranjera. Los agentes siguieron investigando y encontraron entre 15 y 20 misivas iguales, firmadas por cuatro o cinco individuos. Aquello no podía ser una casualidad.

Los policías investigaron las empresas que habían hecho las supuestas ofertas de trabajo. Lo que encontraron iba más allá de sus primeras sospechas.

Estaban ante una compleja red de sociedades mercantiles, perfectamente estructurada para encubrir actividades ilícitas relacionadas con la inmigración irregular y la prostitución. Un rosario de empresas legales (discotecas, compra-venta de coches, restaurantes, agencias de colocación de artistas y explotación de salas de fiestas...) servían para financiar las actividades ilegales y para blanquear los beneficios de éstas. Cuatro individuos mandaban en la organización: un español, un italiano, un libanés y un cubano.

Actuaban en connivencia con un grupo de rumanos, que robaban tarjetas de crédito en Cataluña. Con ellas, y a través de la empleada de una agencia de viajes, compraban los billetes de avión que utilizaban las mujeres para trasladarse desde sus países hasta Canarias. Uno de los rumanos fue atrapado en Lloret de Mar (Girona) con varias tarjetas sustraídas, un equipo para falsificarlas y documentos de viaje manipulados.

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Muchos de los miembros de la banda tenían antecedentes por tráfico de drogas. Otros eran durante el día respetables padres de familia y por la noche se transformaban en peligrosos tiburones. Habían alcanzado acuerdos económicos con los dueños de las principales casas de citas de la isla para mover continuamente a las inmigrantes. Repartían sus beneficios con los captadores de las chicas en los países de procedencia y con los propietarios de los garitos. El negocio era suculento: en un solo año, traficaron con entre 200 y 300 jóvenes. La policía calcula que en ese periodo cada una de ellas pudo facturar 30 millones de pesetas.

Durante 12 meses, los agentes de la Brigada de Extranjería de Las Palmas siguieron los pasos a los cabecillas de la organización. No fue tarea fácil: los jefes utilizaban coches de gran cilindrada, en los que se desplazaban a velocidad de muerte por las carreteras de la isla. Algunos de ellos, viejos zorros de los bajos fondos, se habían rodeado de medidas de seguridad que los hacían casi inaccesibles.

A finales del pasado mes de mayo, los agentes ya habían acumulado todas las pruebas que necesitaban para llevar a los mafiosos ante el juez. Sólo les inquietaba una duda: cómo detener a un grupo de gente tan amplio y disperso sin provocar una desbandada. La providencia les echó una mano. El día 1 de junio la banda inauguraría un local en San Agustín, localidad turística del sur de la isla. Diseñaron un plan para convertir la fiesta en una ratonera.

A la una de la madrugada de ese día el local estaba lleno. Porteros vestidos con esmoquin atendían a los visitantes que se agolpaban en la puerta; en el interior, la música tronaba, focos de colores destellaban como flashes de colores, los camareros no daban abasto repartiendo bebidas y canapés, varias bellezas hacían equilibrios en la barra vertical y otras chicas alternaban con los clientes. Entre estos últimos se habían camuflado tres agentes de la Brigada de Extranjería. Otros 40 hombres permanecían ocultos y desplegados en las cercanías y en los alrededores de dos clubes más de la banda.

Los policías recorrieron disimuladamente el local. Comprobaron que en la zona posterior había varios reservados: habitaciones lujosas con grandes camas cubiertas por hules de skai para poder limpiarlos rápidamente después de cada servicio. 'Parecían ponederos de gallinas', recuerda uno de ellos. Allí localizaron dos salidas preparadas por los delincuentes para escapar en caso de apuro.

Uno de los policías salió a la calle e informó de la situación a sus compañeros, que controlaron los escapes disimulados. A la 1.30 irrumpieron en el club, acompañados por el secretario judicial. Al mismo tiempo, los agentes que vigilaban los otros dos garitos entraron en ellos.

Ordenaron bajar la música y pidieron al público que mantuviera la calma. En cuanto los clientes se percataron de la presencia de la policía, se desembarazaron de todo lo que podía comprometerles. El suelo quedó cubierto de papelinas de cocaína. No hubo resistencia. Para cuando los mafiosos se percataron de que aquello no era una rutinaria operación antidroga, sino algo mucho más serio, ya tenían las esposas puestas y viajaban en coches celulares rumbo a los calabozos.

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