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Columna
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Cirugía

Siempre he preferido lo femenino a lo masculino y lo singular a lo plural, como Marcel Schwob, y por eso me cautivaba cierta alumna mía con una nariz mineral plantada como una estalactita en mitad de la cara. Amaba aquella nariz precisamente por ser irreductible a cualquier otra, porque negaba su parentesco con el resto de las narices del universo mostrando su violenta silueta de yatagán. Un día, con mucho dolor, oí cómo la niña contaba a una compañera que su madre había prometido pagarle una operación de cirugía estética para deshacerse de ella si aprobaba la selectividad. Esta desgraciada anécdota me hizo pensar que la cirugía y la corrección de esas aristas insustituibles que nos ha otorgado la naturaleza se hallan cada vez más extendidas entre la población, conclusión que corroboran los suplementos dominicales dedicados al tema y el hecho de que, según el órgano colegiado correspondiente, la cirugía plástica haya aumentado en Andalucía más del 40% de sus demandas en el último año.

Antes, todos los que querían lucir palmito en las playas se veían abocados cada verano a la infame dieta de lechugas y renuncias; hoy, gracias a la bonanza de la economía y nuestra conversión al europeísmo, simplemente podemos acudir a una clínica y descargarnos de algunos kilos de grasa, tapar con un poco de revoque algunos agujeros y mejorar nuestro aspecto general por un módico importe. Los casos como el de mi alumna no son extraños: las madres que inflan mamas o rectifican tabiques nasales están venciendo a las que compran motos el día del cumpleaños o de la graduación de la niña; y cada vez más el dinero pacientemente acumulado en la cuenta corriente se desvía hacia el hospital en vez de a la agencia de viajes o el pisito en la costa que debería coronar tantos años de trabajo ingrato.

Las personas que pasan por los quirófanos para deshacerse de los cuerpos que les dio Dios invocan siempre la misma disculpa: buscan estar a gusto consigo mismos. Ciertamente, estar a disgusto en una armazón de carne, huesos y pecas que uno no siente como propio debe de ser una experiencia desagradable, un poco como vivir en un barrio que nos coge lejos de todas partes, pero a mí me parece que es la experiencia más universal que existe, que todos estamos a disgusto con lo que somos y que nuestra prueba de madurez consiste justamente en ir asumiendo carencias. Quizá quienes corrigen su cuerpo pretenden en realidad corregir su alma: piensan que la alteración de un nimio dato físico cambiará la orientación de sus vidas y que transformará su carácter en algo más valioso y con un porvenir más aceptable. Quienes llaman la atención quieren pasar desapercibidos y las gentes anónimas codician el éxito, la carne siempre puede coserse y remendarse y tolera más parches que la piel confusa de que están hechas las emociones: se confía al bisturí la erradicación de la timidez, del rencor y del miedo. ¿Es posible? Sí: el alma y el cuerpo no son cosas distintas desde Freud, y estoy seguro de que un inofensivo lifting causa un efecto paralelo en la psique del paciente. Que se lo pregunten si no al Joker, aquel personaje de los cómics de Batman al que un matasanos chapucero reconstruyó el rostro después de caer en una cuba de ácido: desde que le congelaron la risa en los labios no volvió a ser el mismo.

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