El día en que los bolivianos vencieron el miedo
Un constructor de Alcorcón se sentará en el banquillo tras la denuncia de 17 'sin papeles' a los que explotaba
Roberto Villarroel y Wilson Sotelo tardaron 10 meses en perder el miedo a quedarse sin trabajo y a que les mandaran de vuelta a Bolivia antes de denunciar a su patrón. Fue casi un año de jornadas extenuantes de sol a sol trabajando para un constructor de Alcorcón, en obras sin mínimas medidas de seguridad y, en muchas ocasiones, sin cobrar. Un día se decidieron y, junto a otros 15 compañeros, se plantaron en el consulado de Bolivia en busca de ayuda. Fue el primer paso para presentar una denuncia ante la Brigada de Extranjería de la Jefatura Superior de Policía de Madrid, que llevará a su jefe, Julio G. G., de 48 años, al banquillo de los acusados por un delito contra la seguridad en el trabajo y por infringir las normas sobre extranjería.
Los inmigrantes trabajaban sin arnés y sin redes en los andamios. 'Íbamos a destajo', explican
La peripecia de Roberto y Wilson empezó en el distrito madrileño de Hortaleza, que eligieron para vivir, a su llegada a España, por ser una de las zonas en las que hay más bolivianos. Allí, un paisano llamado Sandro, encargado de obra de una empresa, hacía correr la voz de que había trabajo para todos. Era la solución para pagar el alquiler de los pisos y parte de los 1.200 dólares (unas 240.000 pesetas) que tuvieron que entregar en su país para venir a España. Si todo iba como Sandro decía, una vez saldada la deuda podrían mantener holgadamente a las familias que dejaron en Bolivia. Incluso traérselas a compartir su suerte.
Pero las promesas de Sandro distaban mucho de la realidad. Roberto, Wilson y sus compañeros tenían que entrar a trabajar a las ocho de la mañana y cualquier retraso se convertía en una monumental bronca a cargo del hasta ese momento afable Sandro. Pero para salir no había horas. En teoría, su jornada terminaba a las seis de la tarde, pero, según relatan los inmigrantes, el aviso de salida nunca llegaba a tiempo.
'Incluso cuando era la hora de comer, Sandro nos miraba de mala manera y nos preguntaba si no podíamos aguantar un poco más, que había que sacar el trabajo', explica Wilson. 'No parábamos en todo el día. Nos hacían correr para terminar cuanto antes. Íbamos a destajo'. Nada más acabar de almorzar estaban obligados a seguir.
Casi todas las obras en las que trabajaron comenzaron en pleno verano, pero las altas temperaturas poco le importaban al patrón. Además, los inmigrantes trabajaban sin medidas de seguridad. No llevaban arnés ni había redes en los andamios. 'Con 45 grados, y desde un tercer piso, no sé cómo a nadie no le dio un desmayo y se mató', recuerda Juan Pablo Paredes, otro ciudadano boliviano, que era el oficial de las obras.
Su primer trabajo para Julio G. G. fue un chalé en Las Rozas. Hasta entonces, todo funcionaba 'con normalidad', según explica Juan Pablo. Los problemas comenzaron con otro chalé de la calle del Ciclón, en Barajas. Los cheques no llegaban, salvo cuando el encargado los veía muy apurados. 'Nos daban 15.000 pesetas, con las que nos teníamos que pagar el abono transporte, el alquiler y algo de comida. Muchos de nosotros no teníamos ni para comer. Lo pasamos muy mal y algunos utilizaron el billete de vuelta a Bolivia porque estaban pasando hambre', cuenta Guido Andía, otro trabajador afectado.
Lo peor llegó cuando Sandro se dio a la fuga con un talón que debería haber repartido con sus compatriotas. Según el constructor, le había entregado un cheque por valor de 1,5 millones de pesetas. 'La secretaria de la empresa nos dijo que sólo fueron 400.000 pesetas. Entonces nos sentimos engañados y vimos que nuestro futuro, además de incierto, iba a ser muy difícil a partir de entonces. Si antes no cobrábamos y no teníamos dinero para comer, la cosa sería peor después de aquello', continúa Alfonso Andía, hermano de Guido. El sueldo estipulado era de 8.000 pesetas al día para los oficiales y 6.000 para los auxiliares.
Era el fin del sueño de un trabajo estable que les permitiera reunirse con sus familias. 'Con este trabajo era imposible. Desde allí nos pedían dinero para pagar los préstamos con los que vinimos y nosotros aquí no podíamos hacer nada para ganar más dinero. Estábamos todo el día en la obra y acabábamos rendidos', relatan. Los que tenían a las familias aquí estaban aún peor. No les llegaba para alimentar a sus hijos y pagar el alquiler. 'No teníamos ni para vestirlos la mayoría de las veces', añaden.
Cheques sin fondos Aun así siguieron trabajando. Hubo una obra más, en un chalé de la calle de Austria, en Pinto. Tras la huida de Sandro, el propio constructor se encargaba de los pagos, que realizaba mediante talones de la sucursal de la Caja de Ahorros de Toledo en la localidad de Villa del Prado. Les daba los cheques cruzados para que los tuvieran que ingresar en una cuenta corriente, algo de lo que carecen los sin papeles. Los trabajadores tuvieron que pedir a vecinos y conocidos que les ingresaran los talones en sus cartillas. Pero nunca pudieron cobrarlos: Julio G. G. pagaba con cheques sin fondos.
'Muchos nos fuimos de la empresa, pero a todos nos deben entre 75.000 y 300.000 pesetas como mínimo', asegura Roberto Villarroel. A pesar de no cobrar, la mayoría seguía trabajando de sol a sol y en condiciones deplorables. Tenían miedo a denunciar al constructor. De hecho, Wilson asegura que acudieron a la inspección del Ministerio de Trabajo y que allí no les hicieron caso. 'La primera pregunta fue si teníamos permiso de residencia y de trabajo. Como les dijimos que no, nos aconsejaron que nos marcháramos para no tener problemas. Estuvimos a punto de abandonar', rememora Wilson.
Acudieron entonces al consulado de Bolivia en Madrid. Allí les aconsejaron que denunciaran a la empresa y al constructor por estafa. 'Sabíamos que era un paso muy importante y nos podría acarrear la expulsión del país, pero lo que no podíamos permitir es que a otros compatriotas les pasara lo mismo que a nosotros. Eso nos animó a seguir con ello', explica Roberto Villarroel.
Los agentes de la Brigada de Extranjería detuvieron a Julio G. G. a mediados de abril, junto a su hija Aránzazu G. A., de 24 años. Tras prestar declaración ante el juez, ambos fueron puestos en libertad a la espera del juicio. Ahora, los 18 afectados no saben si cobrarán lo que se les debe. Aun así guardan celosamente los cheques y aseguran que, aunque pase el tiempo, no descansarán hasta que les den 'lo que es suyo'.
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