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Sociedad civil

La reunión, convocada al atardecer del pasado día 29, resultaba insólita por varios conceptos. ¿Qué hacían allí, a última hora del último viernes de junio, en pleno inicio de la operación salida de vacaciones, 200 personas, algunas de las cuales llegadas expresamente desde Girona o desde Lleida? ¿Qué común denominador había reunido en la azotea del Museo de Historia de Cataluña a diputados socialistas (Josep M. Vallès, Josep M. Carbonell, Pilar Malla, Àlex Masllorens) e incluso al ex ministro de la misma filiación Joan Majó junto al presidente del Parlament, el democristiano Joan Rigol, y a ex consejeros convergentes como Max Cahner o Joaquim Ferrer, a connotados miembros del clero diocesano barcelonés junto a la generosa humanidad y el activismo incansable de un Miquel Sellarès, a altos cargos tanto de la Generalitat como de la Diputación, a Rosa Virós -flamante y felicitada rectora de la Universidad Pompeu Fabra- y a decenas de politólogos, sociólogos, historiadores y profesores universitarios en general, de distintas generaciones y diversas escuelas?

El común denominador se llama Jordi Porta, y el motivo era tributarle una fiesta urdida a sus espaldas -de otro modo, no la hubiese consentido- en homenaje a sus 65 años recién cumplidos y a su consiguiente jubilación. Oriundo de ese cristianismo social y catalanista que floreció bajo la losa de la dictadura, Jordi Porta i Ribalta fue, gracias a una beca financiada por Jordi Pujol, estudiante tardío en el campus de Nanterre entre 1967 y 1970, periodo sobre el cual tiene publicado un interesantísimo volumen de memorias, Anys de referència (Barcelona, Columna, 1997). A su regreso de París se incorporó al núcleo impulsor de la apenas creada Fundació Jaume Bofill, y en enero de 1972 un espasmo de la represión franquista le convirtió, por carambola, en director de la entidad. Lo ha sido hasta el pasado lunes, durante prácticamente tres décadas.

¿Resulta necesario aún explicar qué es la Fundació Bofill? Hagámoslo, por si acaso, citando para empezar sus textos fundacionales: 'Quisiéramos que fuese un instrumento de transformación social de nuestro país, basado en los principios de organización democrática de toda la vida social, clara afirmación nacional y exigencia de cambios radicales en las estructuras económicas y sociales'. Puesta bajo la discreta advocación del profesor de filosofía Jaume Bofill i Bofill (1910-1965) y configurada como una de las pocas fundaciones genuinas de este país -es decir, con un patrimonio de cuyos réditos vive, sin necesidad de subvenciones ni ayudas públicas-, la Bofill ha sido sobre todo la criatura del matrimonio formado por Teresa Roca y Josep M. Vilaseca Marcet. Sobre la inaudita modestia de éste basta recordarle septuagenario, presidente de la Comisión Jurídica Asesora de la Generalitat, director del Instituto de Estudios Autonómicos, jurista de renombre y acreditado mecenas, viajando por Barcelona en metro, sin otro cortejo que su bastón. El amigo Josep Martí Gómez ha evocado alguna vez, en este mismo orden de cosas, la imagen del matrimonio Vilaseca-Roca barriendo u ordenando las sillas en el curso de cualquiera de las muchas reuniones para las que cedían la espléndida casa modernista de Can Bordoy.

Marcada por la personalidad a la vez austera y generosa -austera consigo mismos y generosa con los demás- de sus creadores, la Fundació Bofill tal vez no haya alcanzado a conseguir para Cataluña los ideales de cambio radical que proclamó en sus inicios un tanto soixante-huitards, pero con toda seguridad ha desarrollado una formidable labor de estímulo y promoción en el vasto campo de las ciencias sociales. Si, a principios de la década de 1970, se interesó por los retos y las consecuencias del ciclo inmigratorio que entonces culminaba, hace ya largos años que encamina recursos a atender la problemática de las nuevas inmigraciones magrebí o subsahariana. De sus becas de investigación y de doctorado son deudores muchos títulos fundamentales de la historiografía catalana de las últimas décadas, y el interés de la fundación por asuntos como la división territorial de Cataluña, el porvenir del sindicalismo, la marginación juvenil, los retos de la multiculturalidad o las causas del fracaso escolar ha dado lugar a informes y estudios de primera importancia teórica y política, aunque las administraciones no les hayan prestado demasiada atención. Mención aparte merece el Equipo de Sociología Electoral, pionero de su género en España y del que surgieron, entre otros nombres relevantes, los ya citados de Rosa Virós y Josep M. Vallès.

Pues bien, de este potente instrumento de debate, reflexión e intervención social, cultural y cívica que es la Fundació Jaume Bofill, Jordi Porta ha sido el timonel durante casi 30 años. Lo ha sido sin ningún afán de protagonismo, sin tratar de convertirla jamás en la plataforma de una promoción personal o de una política de grupo, sin aspirar nunca a cargo público alguno, y no por falta de capacidades, sino por ausencia de malicia, por incompatibilidad con la intriga y la maniobra. Porta es, por recurrir al tópico machadiano, 'en el buen sentido de la palabra, bueno', y los 200 amigos que el pasado viernes acudieron a su fiesta fueron un pálido reflejo de los afectos y las complicidades transversales que ha sabido tejer.

Eso sí, fue una lástima que en tales día y hora tanto la agenda del presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, como la del líder de la oposición, Pasqual Maragall, les impidiesen estar presentes en el acto. Fue una lástima, pero también un signo: de que allí se homenajeaba a un espíritu libre.

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Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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