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Un nuevo actor en la escena global

El presidente George W. Bush se reunirá con los jefes de Estado de las otras naciones industrializadas en la conferencia del G-8 que se celebrará en Génova, Italia, del 20 al 22 de julio. En el orden del día ocupan un lugar destacado temas de peso, como el desarrollo económico, el comercio y la deuda del Tercer Mundo. Pero igualmente interesante es lo que no está en el programa oficial. Se espera que en Génova converjan decenas de miles de manifestantes de todo el mundo y tomen las calles con su propio orden del día. Las protestas se están convirtiendo en una parte familiar de los foros mundiales, políticos y económicos. Los medios de comunicación se centran generalmente en un pequeño número de manifestantes cada vez más violentos, que pretenden desbaratar las conferencias oficiales de esas reuniones, por lo que el mensaje más importante de la gran mayoría de manifestantes pacíficos suele quedar perdido en el tumulto. Pero es un mensaje que merece la pena ser oído. Estamos siendo testigos de los primeros síntomas de una reacción violenta a la globalización, cuyos efectos es probable que sean tan significativos y de tan largo alcance como lo fueron los movimientos revolucionarios a favor de la democracia política y el capitalismo de mercado a finales del siglo XVIII.

Las culturas locales están volviendo a despertar en todo el mundo. En India, los consumidores destrozaron recientemente establecimientos McDonald's por transgredir las leyes dietéticas hindúes. En Alemania, el público está enzarzado en un acalorado debate acerca de qué es la cultura alemana en la era de la globalización. El centro-izquierda está preocupado porque las charlas sobre la resurrección de una German Leit cultura, o cultura guía, puedan generar el resurgimiento de los sentimientos fascistas, pero el centro-derecha se pregunta hasta cuándo puede seguir negando Alemania su herencia cultural. En Francia, agricultores enfurecidos han arrancado las cosechas de plantas genéticamente alteradas de Monsanto, afirmando que amenazaban la soberanía cultural francesa en la producción de alimentos. En España, los pueblos catalán y vasco mantienen su empeño en preservar su herencia cultural en una Europa sin territorios. En el segundo caso, la frustración por la pérdida de su identidad cultural ha desembocado en un aumento de la violencia, de los asesinatos políticos y en el reinado del terror. En Canadá, las comunidades locales están luchando para impedir la entrada a la gigantesca cadena de supermercados Wal-Mart por miedo a que destruya los negocios de barrio y reemplace la cultura tradicional de las pequeñas ciudades por los grandes centros comerciales en el extrarradio.

La globalización está cambiando el paisaje cultural de otras formas muy importantes. En Europa, los idiomas nativos están dejando paso al inglés, que es el idioma de la globalización, y los observadores prevén un continente de habla inglesa desde Calais a Moscú para finales de este siglo. En Los Ángeles, la historia es muy diferente. El 70% de los estudiantes que asisten hoy a las escuelas son inmigrantes hispanoparlantes y los funcionarios de la Oficina del Censo nos dicen que la mayor parte de los estadounidenses serán personas de color antes de cuarenta años.

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La globalización del comercio y la diferencia cada vez mayor entre 'ricos' y 'pobres' está forzando una gran emigración humana desde el Este hacia el Oeste y desde el Sur hacia el Norte. Los movimientos migratorios, a su vez, están teniendo como consecuencia un choque de culturas en varios países, dado que los pueblos luchan por conservar su identidad cultural en un mundo comercial que cada vez tiene menos fronteras.

Una nueva generación de activistas culturales está llevando su causa a la escena mundial; provienen de organizaciones de la sociedad civil con fuertes raíces en la esfera cultural. Aunque atacan los temas políticos y económicos globales, su afiliación, sus vínculos y sus lealtades pertenecen a sus comunidades locales.

La agenda oficial que se prepara para la cumbre del G-8 hace escasa mención a este incipiente activismo cultural, y en ello reside el núcleo del problema.

La era de la posguerra de la II Guerra Mundial ha estado dominada por la presencia del comercio y el gobierno en el panorama global. Ahora hay un tercer actor, que pide un papel igualitario en el terreno internacional. Las organizaciones que representan distintos intereses culturales (el medio ambiente, la conservación de las especies, la vida rural, la salud, la comida y la gastronomía, las religiones, los derechos humanos, la familia, los temas relacionados con la mujer, la herencia étnica, las artes y otros asuntos relacionados con la calidad de vida) golpean a la puerta de las reuniones mundiales políticas y económicas, exigiendo su paso a los corredores del poder y un puesto en la mesa. Representan el nacimiento de una nueva 'política de la sociedad civil' y un antídoto contra las fuerzas que impulsan la globalización.

Muchos de los nuevos activistas culturales que se prevé que se desplacen a Génova se oponen a lo que ellos perciben como la colonización de la cultura por empresas globales como Monsanto, AOL-Time Warner, y McDonald's. Si los líderes del G-8 están unidos en su apoyo al comercio global, las organizaciones de la sociedad civil están igualmente comprometidas con la idea de preservar su identidad local y de enriquecer tanto la diversidad biológica como la cultural. Son estas dos visiones contrapuestas del futuro las que han conducido a los desagradables enfrentamientos en las calles de Seattle, Washington, Praga, Niza, Davos, Quebec y Gotemburgo durante las cumbres globales políticas y económicas del pasado año y medio. En los días que faltan para la conferencia del G-8 nos vendría bien a todos contemplar serenamente las distintas visiones ideológicas que se ocultan tras el callejón sin salida en el que se han metido el comercio y los gobiernos, por un lado, y un movimiento de la sociedad civil cada vez más envalentonado, por el otro.

Quizá el mejor punto de partida sea el reconocimiento de que la 'política de la tercera vía' -la moda actual entre muchos líderes políticos- es de un materialismo demasiado estrecho en su orientación como para abarcar la amplia variedad de intereses que representa el movimiento de la sociedad civil. Debería replantearse la premisa de la que parte: que una economía global robusta es un requisito previo y esencial para unas sociedades locales prósperas. Tanto los teóricos capitalistas como los socialistas han encontrado tradicionalmente un terreno común en la creencia de que las condiciones materiales son primarias y que dan lugar a las estructuras, formas y valores sociales y culturales. Los defensores de la globalización a buen seguro alegarán que el comercio libre y abierto y la expansión de las relaciones y actividades comerciales de todo tipo son la clave de un futuro más prometedor para todos. El fallo de esta premisa está en el supuesto equivocado de que el comercio estimula la cultura cuando suele ser justo lo contrario.

Los nuevos activistas de la sociedad civil argumentarán que no hay un solo ejemplo en la historia en el que los pueblos hayan creado primero relaciones comerciales y establecido después una cultura. El comercio y el gobierno son instituciones secundarias, no primarias. Descienden de la cultura, no son sus progenitores. Los pueblos establecen primero un idioma común, unos códigos de conducta establecidos de común acuerdo y un propósito compartido, a saber, un capital social. Sólo cuando las culturas están ya desarrolladas hay suficiente confianza social para apoyar instituciones comerciales y gubernamentales. Esto se debe a que la cultura es el manantial del que brotan las normas de conducta acordadas. Y son estas normas de conducta, a su vez, las que crean un ambiente de confianza en el cual puede desarrollarse el comercio. Cuando la esfera comercial comienza a devorar a la esfera cultural amenaza con destruir los cimientos sociales que dan lugar a las relaciones comerciales.

Desgraciadamente, hoy día el sector cultural reside en una especie de limbo neocolonial entre el sector del mercado y el del gobierno. Se le ha despojado de su identidad clara y distinta y, para su supervivencia, se le ha hecho depender de los otros dos sectores. Sólo si la cultura local se transforma en una fuerza política coherente y con conciencia de sí misma será posible que se restablezca su papel esencial en el esquema de la sociedad humana. Es posible que haya llegado la hora de contemplar la posibilidad de establecer una Organización Mundial de la Cultura que represente los intereses de las distintas culturas del mundo y otorgarle el mismo rango que a la Organización Mundial de Comercio en los asuntos internacionales.

Sin embargo, convendría hacer una advertencia. Ese restablecimiento de la cultura puede desembocar en una forma nueva y virulenta de fundamentalismo con la misma facilidad que en una resurrección de la diversidad cultural. En todo el mundo están hoy en auge los movimientos fundamentalistas políticos y religiosos. Partidos políticos ultranacionalistas, grupos separatistas, movimientos de limpieza étnica y resurgimientos religiosos representan una reacción a la ansiedad e inseguridad provocadas por la globalización. Los movimientos fundamentalistas son un intento de bloquear la comunicación con un mundo que se percibe como enfermo y pecador. Las sensibilidades de los movimientos fundamentalistas les apartan de la mayor parte de las organizaciones de la sociedad civil que también están a favor del restablecimiento de las culturas locales, aunque son sensibles y respetuosas con los derechos de otras culturas a existir en un mundo de diversidad cultural. La frase 'piensa globalmente, actúa localmente', a pesar de estar manida por tantos años de uso excesivo, sigue reflejando el pensamiento de las organizaciones de la sociedad civil.

A muchos expertos les preocupa que el resurgimiento del interés en las culturas locales acabe inevitablemente en xenofobia y en sentimientos ultranacionalistas. No tiene por qué ser así. Si las gentes de todas partes llegan a pensar en sus recursos culturales no como posesiones que defender, sino como dones que intercambiar con los demás, entonces las grandes migraciones humanas del siglo XXI podrían generar un renacimiento cultural y crear las condiciones de una globalización del comercio auténticamente humana.La capacidad de los partidos políticos y de sus líderes para identificarse y promover los intereses de la sociedad civil y la diversidad cultural será esencial a la hora de garantizar su peso y viabilidad en el siglo que viene. Ésta fue la lección que nos enseñaron los jóvenes manifestantes, mayoritariamente pacíficos, en Seattle hace 18 meses. Es una lección que probablemente se repita en las calles de Génova en julio. La cuestión es si los jefes de Estado que participan en la cumbre se tomarán tiempo para escuchar cuidadosamente el mensaje que viene de los representantes de la sociedad civil legítimamente reunidos bajo sus ventanales. Si no lo hacen, es muy probable que la creciente frustración sea utilizada por los extremistas propensos a la violencia, que son cada vez más numerosos, con consecuencias imprevisibles para el futuro.

Jeremy Rifkin es autor de La era del acceso, y presidente de la Fundación de Tendencias Económicas de Washington DC.

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