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Columna
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Parque

Promesas electorales, pomposos anuncios efectuados en épocas alejadas de los comicios, acuerdos verbales, convenios firmados con todos los honores y con el correspondiente aparato de agit-prop, reportajes, críticas, opiniones, plazos, presupuestos... De todo ello ha habido de sobra en los últimos lustros en torno al proyecto del Parque Central de Valencia. Desde que Ricard Pérez Casado lanzó la idea, a mediados de los años ochenta, llevamos escuchando periódicamente el sonsonete del ambicioso plan que permitiría crear un pulmón verde en una de las zonas más áridas de esta ciudad tan necesitada de espacios abiertos. Cada vez que lo escuchamos, nos hacemos ilusiones, unas esperanzas que invariablemente perdemos al poco tiempo, cuando comprobamos que nada se ha movido, que de lo dicho, nada de nada. Las hemerotecas podrán sin duda atestiguarlo mucho mejor que mi memoria. El asunto ha vuelto a resurgir ahora, esta vez en forma de comisión gestora. Incluso se ha hablado de dinero, no sé qué barbaridad de dinero -cuando se trata de esas cantidades, produce el mismo vértigo diezmil que cienmil, millones, por supuesto- y no sé si de plazos. ¿Nos lo creemos? ¿Volvemos a hacernos ilusiones? ¿Me quieren decir por qué nos lo tendríamos que creer ahora más que en otras ocasiones? A este paso temo que cuando mis hijos, ahora pequeños, ya me hayan hecho abuelo, Valencia continuará proyectando su Parque Central. Uno, como Santo Tomás: si no lo veo, no lo creo. Si tras el primer anuncio, promesa, acuerdo, convenio..., se hubiera cumplido con ese ritual al que nuestras autoridades municipales son tan aficionadas, el de la primera piedra, que en este caso sería el primer árbol, hace ya mucho tiempo que en medio de la horrenda playa de vías situada a espaldas de la estación del Norte podríamos encontrar una buena sombra para cobijarnos. Un árbol que sería mudo testigo de numerosos anuncios, promesas, acuerdos, convenios..., incumplidos. Aunque, ahora que caigo, es muy probable que el tal árbol, en caso de haber sobrevivido al trasiego de los trenes, hubiera sucumbido a la no menos inveterada afición de nuestros munícipes a talar árboles por doquier.

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