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Columna
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Barcelona

Bajo la bóveda celeste del desierto del Sáhara, diferentes emisoras de radio me informan sobre los sucesos de Barcelona, es decir, la carga policial indiscriminada contra la manifestación antiglobalizadora, ese rito. Especialmente las emisoras italianas admiten la sospecha de que la policía había infiltrado provocadores con el fin de crear una situación que hiciera necesaria su intervención, una vieja estrategia intervencionista que los barceloneses conocen desde fines del siglo XIX, cuando alguna bomba supuestamente anarquista no la pusieron los anarquistas, pero sí pagaron sus consecuencias políticas, penales y hasta de garrote vil.

El presidente Aznar había contribuido a preparar el clima al lanzar insinuaciones sobre quién paga la factura de los movimientos antiglobalización, porque la derecha jamás acepta las contradicciones que genera: siempre las financia el enemigo, el oro de Moscú en el pasado, y ahora, supongo, el de Irán o la fracción más cristiana del Vaticano. A mi regreso atiendo informaciones de diferentes protagonistas y difieren sobre la naturaleza de los agentes provocadores, pero coinciden en la pasividad con que la policía trató a los violentos y en cambio la contundencia que exhibió contra los manifestantes normales y corrientes, hijos de ONG con un anillo y una fecha por dentro, todas ellas pertenecientes al censo de las ONG de España y no las de Moscú. El coro de políticos globalizados y globalizadores ha cumplido con su papel; por ejemplo, el responsable de la gobernación catalana ha hecho suyas las declaraciones del ministro Rajoy por el procedimiento de traducirlas del castellano al catalán, y el señor Clos, alcalde de Barcelona, ha dicho que ni sí ni no, pero tal vez se debería abrir una investigación para demostrar todo lo contrario.

No hay que buscarle más tetas a la estatua. La dialéctica entre globalizadores y globalizados está servida, y a estas horas viaja de Barcelona a Génova, donde le esperan sospechas y porras, porque el sistema aprende a defenderse contra el penúltimo enemigo que le queda. El último es imbatible. Es el sistema mismo, sin espejo en qué mirarse y, así, predispuesto al crimen perfecto.

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