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Columna
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Justicia global, para los demás

Andrés Ortega

Finalmente, Milosevic está en La Haya, acusado ante el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY), que había solicitado su extradición por crímenes cometidos en Kosovo, sin incluir el de genocidio, aunque se ampliarán los cargos a las atrocidades cometidas a lo largo de 10 años. Es uno de los casos más importantes que reflejan la globalización judicial en curso, basada en la red de leyes nacionales y tratados internacionales en existencia, o en tribunales internacionales ad hoc, como el TPYI. La detención de Pinochet en Londres a instancias de la Audiencia Nacional española, la condena de dos monjas ruandesas por genocidio en un tribunal de Bélgica, país donde también se ha planteado una demanda contra Ariel Sharon por su responsabilidad en las matanzas de Sabra y Chatila en 1982, o el caso de Montesinos y Milosevic demuestran que los címenes de este tipo empiezan a no quedar impunes. Aunque conviene recordar que, de haberse protegido con una simple misión, y por tanto, inmunidad, diplomática, Pinochet no habría sido detenido en Londres; sí en Chile.

En EE UU, casos similares empiezan a llegar a los juzgados, lo que ha llevado a algún comentarista a considerar que este país se está convirtiendo en un 'fiscal global'; pero EE UU no quiere que le fiscalicen. Quien más ha presionado, y ha conseguido, que Belgrado extraditate a Milosevic ha sido Washington, ofreciendo la zanahoria de la ayuda financiera a lo que queda de la antigua Yugoslavia, es decir, Serbia y, aún, Montenegro, que la necesita. 'Justicia a cambio de dólares' se ha dicho en Belgrado por parte de los más nacionalistas.

La gran paradoja es que Estados Unidos es el único país occidental que no quiere aceptar ser parte del Tribunal Penal Internacional permanente (TPI), con competencia (sin carácter retroactivo) en crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, genocidio y crimen de agresión. Ciento treinta y nueve países han firmado el estatuto negociado en Roma en 1998, y 36 han completado el proceso de ratificación. Faltan, pues, 24 ratificaciones para su entrada en vigor. Según estaba saliendo de la Casa Blanca, Clinton firmó su estatuto, pese a no haberlo hecho -esencialmente, por presiones del Pentágono- cuando se negoció en Roma hace tres años. Bush y los republicanos están en contra, y el nuevo Senado habrá de pronunciarse. Sin duda, el tribunal permanente necesitaría del concurso de la hiperpotencia; pero sin ella, también puede ponerse en marcha. Y eso es lo que algunos temen en EE UU.

Tanto, que, tras pasar por el Congreso, está pendiente de su trámite en el Senado la ley ASPA, de protección a los militares estadounidenses (American Servicemembers' Protection Act), para proteger a sus soldados frente a posibles acusaciones en el TPI, iniciativa, entre otros, del senador Helms, que se reactivó en mayo pasado. La ASPA no sólo prohibiría a toda entidad gubernamental de EE UU cooperar con el TPI, o a agentes del tribunal investigar en territorio estadounidense, sino que autorizaría al presidente de EE UU a usar de todos los medios a su alcance (lo que en teoría incluiría la fuerza militar) para rescatar a cualquier ciudadano estadounidense o aliado acusado y detenido en contra de su voluntad por el TPI. Llevado a su límite, significaría asaltar las eventuales cárceles del tribunal en Holanda. Es de esperar que el Senado, ahora con mayoría demócrata, no apruebe tal despropósito. Pero el rechazo al TPI puede llevar al país con más soldados fuera de su territorio a replegarse en su caparazón y participar cada vez menos en operaciones militares de paz, por miedo a que sus soldados puedieran alguna vez ser acusados por actos en el ejercicio de sus funciones. Sería pernicioso que la justicia fuera global para unos y no para otros. La extradición de Milosevic a La Haya debería llevar a la Administración de Bush a reconsiderar su oposición al TPI.

aortega@elpais.es

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