Desde el proscenio
La primavera se me ha despedido con el enfado de un catedrático de Derecho a quien ha molestado mi crítica del mes último al lenguaje de la Ley de Enjuiciamiento Civil. A juzgar por su irritación, ni el autor material de ese texto, para cuyo entendimiento, asegura, hacen falta saberes jurídicos, pondría tanta energía en su defensa.
Según dicen, el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, pero, ¿cómo vamos a cumplirla los profanos en tales saberes si no la entendemos? Porque no sólo se legisla para abogados: creo que alguna caridad merecemos los ciudadanos para no correr el riesgo de que nos enchironen estando in albis.
Decía yo que el abstruso texto solemniza la 'disparatada sinonimia' de asequible y accesible. Me refuta su defensor aduciendo cómo la sanciona el diccionario de María Moliner. Añadiré a su favor que también lo hace el de Manuel Seco, pero ambos diccionarios son 'de uso', esto es, tienen como objetivo descifrar lo que se dice ahora. Los hay, sin embargo, que tienen como finalidad advertir de los usos tuertos. Así, el de la Academia, que reserva a asequible su significado etimológico de 'que puede conseguirse o alcanzarse', mientras dice de accesible que califica lo 'de fácil comprensión, inteligible'. Éste es, pues, el adjetivo que debiera utilizar la Ley enjuiciada, y no asequible, cuando afirma que 'procura utilizar un lenguaje que, ajustándose a las exigencias ineludibles de la técnica jurídica, resulte más asequible para cualquier ciudadano' (si es jurisperito, claro).
Dado que mi discrepante se acoge a diccionarios, ahí va esta advertencia del Clave (1996), a propósito de asequible: 'Distíngase de accesible, '... que es de fácil comprensión'; y, al tratar de accesible, previene que no debe confundirse con asequible, ya que significa 'fácil de conseguir o de alcanzar'. Pero un texto aún más reciente, el Diccionario de español urgente (2000) de la Agencia Efe, puntualiza: 'Los términos asequible y accesible no son sinónimos y por tanto no debe usarse indistintamente'; a ambos les asigna los sentidos diferentes que vamos viendo. Aún más, el Libro de estilo de este periódico, donde se publicaron mi artículo y su censura, avisa a propósito de asequible: 'No es sinónimo de accesible'.
Pues claro que esa sinonimia se produce en el uso vulgar, no es reciente y aparece en escritos más o menos literarios; igualmente, escuchar se emplea masivamente por oír, o envergadura por corpulencia: el uso confunde esos vocablos, y un diccionario como el de Seco no tiene más opción que registrarlos. Pero ello no autoriza a que una Ley beatifique la pérdida de precisión expresiva que ocasionan tan irreflexivas sinonimias. No necesitan ayuda para triunfar, por su vulgaridad, y el Diccionario académico acabará entrándolas bajo palio. Actúan ahí las dos fuerzas que pugnan en el vivir de las lenguas, bien definidas por Saussure: la centrípeta, opuesta a los cambios, y la centrífuga, que normalmente prescinde de las perfecciones alcanzadas por los hablantes con el paso de los siglos, y las reduce o elimina, tal como ocurre en el caso de las toscas equivalencias señaladas. Resulta forzoso innovar en el idioma para vivir con nuestro tiempo; pero debemos esforzarnos -la escuela, la universidad, las academias, los parlamentos- por evitar que se nos hagan más indistintos los conceptos y más chicos los cerebros.
No debiera ser la primavera estación de sustos pero, rematándola, está el fin del plazo para apoquinar el tributo al César, en cuyas vísperas me ha venido un escrito del banco donde hace tiempo menguan mis ahorros; en él se somete a mi firma la siguiente declaración: 'Por la presente, y habiendo recibido al menos la primera comunicación con el Informe Trimestral de el/los Fondos de Inversión de los que soy primer titular, renuncio a la recepción de los mismos, a partir de la fecha abajo indicada'. Se me entremeció el encéfalo: ¿me proponía aquel escrito que dejara a beneficio del banco el resto de cuanto me queda? Porque esos mismos, así, en plural, sólo pueden remitir gramaticalmente al antecedente fondos: a ellos se me invita a renunciar. Hube de esperar a la noche, cuando ya cualquier programa de televisión me ha dejado algo gagá, para que mi mente conectara con el escrito y comprendiera que sólo se me puede decir no al envío de aquellos informes. Hace años que exhorto a los bancos a contratar filólogos de guardia para evitar, por ejemplo en este caso, la proliferación caribeña de mayúsculas en sus escritos, el empleo de la barra en el/los fondos, y que a esta doble posibilidad se refiera luego de los que soy titular, menospreciando el singular. Si los bancos y el Parlamento se cartelizan (¡nuevo verbo a la vista!) para arruinar el idioma, vayamos eligiendo cueva.
Por fortuna, el fútbol siempre aporta a las vidas nuestras mucha consolación. Nadie podrá arrebatar a los españoles el orgullo democrático de que, en las últimas jornadas de la Copa del Rey, hayan contendido, junto a dos primeras irrefutables, un equipo agarrado desesperadamente al último eslabón de la división de oro, mi atribulado Zaragoza, y otro que lo tuvo al alcance de la mano y se le escurrió (eheu te miserum!, Atlético). Y luego está la alegría que, en sus oyentes, desencadenan radios y televisiones. Así, en el último partido de esta temporada en La Romareda, donde pudo admirarse a mi equipo (cada uno tiene ahora un equipo como, antes, una religión) dando la cara con victoriosa arrogancia, un locutor (muchos ya están cartelizados con el mencionado cártel) advirtió que los lugareños estaban pasando calor: se refería a 'los del lugar', esto es, a los jugadores del Zaragoza, los cuales, como nadie ignora, proceden de Croacia, de Guinea, de Paraguay...: de todo el mapa y color. Es un equipo tan cosmopolita como los demás, y llamar lugareños a esos magníficos maños es tanto como convertir Nueva York en aldeorrio.
(No se pierdan, por cierto, cómo están acentuando los informadores epizootía, es decir, igual que tía, la epidemia de nuestros pobres cerdos).
Tengo anotada otra congoja a propósito de algo tan macabro como es la reciente ejecución de un terrorista en Norteamérica. Varios medios han llamado reiteradamente cadalso a la camilla donde, con la mayor asepsia, se despacha al condenado. Cuando era imposible suponer que existía un ente escolarizado ignorante de que el cadalso era el tablado de madera donde se ejecutaba la pena de muerte, he aquí que alguien, tal vez esgrimiendo en la mano un título universitario, se adelanta al proscenio y desafía: 'Pues yo llamo cadalso a la camilla; ¿pasa algo?'.
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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