Plenitudes y cojeras
Es Sin vergüenza una comedia ideada y, en parte, construida con rectitud de tiralíneas, sagazmente calculada para que el espectador encuentre en la pantalla todo, o casi todo, lo que verbalmente el relato promete darle. Pero en el salto -a veces mortal, aunque éste no es el caso, pues el filme, aunque cojea, está vivo- de la imagen enunciada a la imagen visualizada, le surgen al despliegue de Sin vergüenza imprecisiones y altibajos que impiden que la redondez prometida se cumpla.
Joaquín Oristrell, un guionista sabio y curtido pero un director aún en forja, da la medida de la maestría de su oficio de ideador de cine genuino (además de en otros giros y destellos de Sin vergüenza) en los pasajes vertebrales, tocados de ligereza y precisión matemática, del arranque del filme. En concreto, da su gran talla profesional allí donde se mueve -con olfato y tino admirables, que le permiten trazar velozmente, con un simple giro, inesperadas situaciones límite y enredar y definir en ellas a los personajes- en los resbaladizos terrenos de juego, por un lado de los objetos funcionales, con vida propia; y por otro, el de la intromisión del azar, y la conversión de éste en necesidad, movimiento formal básico en la composición de la comedia clásica. En este sentido, el quebrado e imaginativo itinerario en vaivén del manuscrito de Daniel Giménez Cacho, que cae en manos de Verónica Forqué y conduce al encuentro de ambos (que bordan los lados complementarios de un maravilloso roce convertido en choque), es comedia viva, pura.
SIN VERGÜENZA
Director: Joaquín Oristrell. Intérpretes: Verónica Forqué, Daniel Giménez Cacho, Candela Peña, Carmen Balagué, Elvira Lindo, Rosa María Sardá, Jorge Sanz, Marta Etura. Género: comedia. España, 2001. Duración: 96 minutos.
Arranca por ello Sin vergüenza de muy arriba y no obstante sigue ascendiendo. Hasta que, ya en la zona medular del metraje, el juego se atasca y renquea, sin que logre dar sensación de crecimiento la original, pero plana y reiterativa, serie de escenas -que conducen al desenlace, donde la comedia recupera algo del aliento aquí perdido- en que los jovenes actores de la escuela de Forqué sirven de espejo, o de medium, en el que ella y Giménez Cacho proyectan las sucesivas etapas de su encuentro y su desencuentro íntimos.
Y surge, en esa delicada zona medular sin vuelta atrás, la evidencia de un desequilibrio insoluble en el reparto, que rompe la línea de crecimiento del relato y lo empantana, o lo hace avanzar en bruscos tirones a los que siguen desfallecimientos. Y Sin vergüenza pierde lo único que no puede perder: la inicial gracia alada del ritmo, su mágica graduación de comedia no fingida. Y si Oristrell saca genuino zumo cómico de los dos citados intérpretes adultos, y de Jorge Sanz, Elvira Lindo y Candela Peña (pese a lo sumario de sus tareas), y, sobre todo, de Rosa María Sardá, que hace un dibujo escueto de gran riqueza; no mueve en cambio bien, ni da vida, a los dúos jóvenes, que no hacen creíbles sus personajes, abocetados con imprecisión en el guión y no llenados sus vacíos en la puesta en pantalla.