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Columna
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Confianza

Confianza es lo que necesita la sociedad vasca para superar la grave fractura política y social que la aqueja. Nunca, desde la transición democrática, nuestra sociedad ha estado tan dividida y tan partida en dos. Ocultarlo o dulcificarlo solo puede ser fruto de una estrategia interesada de engañarse o engañarnos. Tal división es la principal fuente de desconfianza, y caben muy pocas dudas de que desconfianza entre unos y otros es, justamente, lo que nos sobra.

El aumento o la disminución de la confianza entre la ciudadanía vasca está en relación directa con el retroceso o el avance, respectivamente, de la desconfianza. Pero la confianza y la desconfianza en nosotros mismos y entre nosotros dependen de que una u otra se imponga entre la clase dirigente, y sobre todo, aunque no sólo, entre las élites políticas, institucionales y partidistas.

'La confianza tiene que ver con la aceptación y la gestión leal de nuestro tozudo pluralismo'

¿Cómo hemos podido llegar a esta endemoniada y peligrosa situación? El final de los años setenta, con la transición democrática, fueron años en los que predominó la voluntad de superar la desconfianza, a pesar de las dificultades, para pactar un nuevo contrato político que dotara de apoyo mayoritario a un horizonte institucional seguro y estable. Con el inicio del autogobierno democrático en los primeros ochenta, la dinámica se torció y el nacionalismo gobernante, apropiándose del nuevo cuadro institucional, se dejó llevar por la desconfianza en su primera legislatura institucionalizadora; primero, con respecto a las fuerzas no nacionalistas, y más tarde, en relación a la oposición nacionalista de izquierda, hasta afectar al interior de sus propias filas.

Se necesitó una década, capitaneada por el liderazgo moderador de Ardanza, para reconstruir redes de confianza y colaboración. El rendimiento político de los pactos múltiples entre demócratas en las instituciones y, sobre todo, el gran acuerdo de Ajuria Enea fueron evidentes. Es cierto que, si se analizan en perspectiva temporal, su evaluación pueda tener claroscuros. Bastaron dos años para arruinar este tejido político y social de la confianza partidaria, institucional y social. También es verdad que, incluso en los mejores momentos para la confianza, siempre ha habido desconfiados y sectores políticos más o menos instalados en la desconfianza política o directamente interesados en fomentarla, sobre todo, desde posiciones antisistema.

Una y otra tienen que ver, al menos, con la aceptación leal de las reglas de juego del pluralismo y la democracia, con la definición compartida y sin exclusiones de nuestra comunidad política, con el rechazo inequívoco no solo de los métodos violentos, sino también de cualquier posibilidad de vincular tal violencia a la obtención de ventajas políticas, con la adopción de medidas eficaces para garantizar el orden y la seguridad públicos, y, finalmente, con un trato digno y reparador a las víctimas, directas e indirectas, de la violencia y la intolerancia. En definitiva, la aceptación y la gestión leal de nuestro tozudo pluralismo en un cuadro institucional estable, que no inamovible.

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Y esta agenda hay que acometerla sin ambigüedades, dilaciones o retóricas y rituales sofisticados de ocultamiento. Ya no caben más prórrogas para que los jugadores de la partida democrática pongan todas sus cartas encima de la mesa, porque no hacerlo así solo puede generar más desconfianza.

Humildemente, creo que ésta es la auténtica comunidad de diagnóstico a reconstruir antes de pensar en ninguna otra cosa, la esencia de la gobernabilidad en nuestro sistema político autonómico y la vía para reconstruir la confianza entre demócratas. La confianza política que el país necesita para superar su fractura no es la de los amigos más afines o la de los parientes más cercanos que nos puedan permitir imponer un proyecto político a costa de lo que sea, incluyendo el chantaje o la intimidación. Lo ideal sería que no hubiese entre nosotros ningún actor político relevante de cuya lealtad democrática pudiésemos desconfiar, pero la dificultad evidente para alcanzar este ideal no debe servir de coartada para que aplacemos el asentamiento y la ampliación de la confianza entre quienes no ofrecen ninguna duda sobre tal lealtad, a pesar de discrepar profundamente en su visión del país o de la sociedad.

El lehendakari Juan José Ibarretxe y las fuerzas políticas que le apoyan han revalidado y reforzado la confianza electoral de una mayoría democrática de ciudadanos, y con ella podrá gobernar. Pero, tendrá que hacerlo contando con la desconfianza de partida de otra mayoría de ciudadanos, si bien es verdad que descontar la de la minoría antisistema y violenta de ellos debería ser un honor, además de una necesidad ética y política, en las actuales circunstancias. De su liderazgo en la acción de gobierno depende, más que de ninguna otra institución, que se ejecute satisfactoriamente la agenda política de la confianza democrática.

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