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Multiculturalidad y democracia

Antonio Elorza

El episodio debe estar aún fresco en el recuerdo de muchos españoles. Cada día de la semana, a modo de flash de un reportaje más amplio inserto en sus informativos, Tele 5 ofrecía a sus espectadores sucesivas muestras de las sevicias sufridas por las mujeres en una amplia zona de África, centrándose en Etiopía y con punto de arranque en la ablación del clítoris. Sin lugar a dudas, quienes realizaron el reportaje y aquellos que decidieron su programación se atenían a esctrictas razones humanitarias, intentando ante todo mostrar cuánto camino queda todavía por delante para que las mujeres vean garantizados siquiera mínimamente sus derechos humanos.

No obstante, resulta dudoso que tal efecto fuera alcanzado y más bien cabe temer que en una circunstancia como la actual, donde el problema de la inmigración africana gana enteros en la preocupación social, los resultados fueran los opuestos a los buscados. Es bien cierto que impedir o sancionar las ablaciones del clítoris u otras prácticas similares constituye hoy una exigencia para los países receptores de emigrantes africanos. Tenemos, pues, un problema cultural y jurídico ante nosotros. Pero no es menos cierto que la lectura inmediata que de tales informaciones descontextualizadas se deriva es que los colectivos adictos a esas prácticas son unos bárbaros inasimilables a unas sociedades como las occidentales, cargadas, por su parte, de valores positivos. En una palabra, la vertiente más dura de las tesis de Sartori sobre el islam, y no es casual que en estas mismas páginas la ablación del clítoris ha sido ya utilizada como emblema de esa articulación imposible de la diversidad cultural.

Estamos entonces a un paso de la situación límite analizada por Claude Lévi-Strauss en Raza e historia: 'El bárbaro es ante todo el hombre que cree en la barbarie'. Partamos de que la noción de humanidad es una construcción cultural, ya que desde las sociedades llamadas primitivas cada grupo humano lo que ha tendido es a marcar una divisoria maniquea frente a otros grupos. Nosotros somos 'los hombres', los 'verdaderos hombres' o 'los que dicen la verdad', en tanto que los otros pueden incluso ver negada su condición humana. En una aproximación primaria, el idioma que no entiendo se me aparece como una algarabía comparable a los medios de comunicación empleados por los animales. Y por las historias más pormenorizadas del movimiento obrero sabemos que la reacción inmediata de los trabajadores de un país a la llegada de extranjeros más pobres consistía en rechazarlos como seres inferiores, a quienes se cargaba con un mote peyorativo por su nacionalidad, ante su condición de supuestos rivales por el empleo. El internacionalismo y la solidaridad fueron productos ideológicos, a los que debemos la superación de la xenofobia entre las clases trabajadoras desde mediados del siglo XIX hasta el último tercio del siglo XX. Aun cuando, más o menos disfrazados, la tendencia a la discriminación o los complejos de superioridad despuntaron una y otra vez por debajo de las grandes palabras. Marx describía a los mexicanos como españoles degenerados, y a éstos como portadores de un quijotismo estúpido. El desprecio de Engels hacia los eslavos es conocido, pero lo es menos que en su antigermanismo y antisemitismo. Bakunin dejó chico a Sabino Arana en la escala racista. No están muy lejos los días en que el chauvinismo enmascarado de Georges Marchais hacía que los comunistas franceses profetizasen catástrofes para la clase obrera francesa si los trabajadores españoles ingresaban en el Mercado Común. Siempre el otro como amenaza. Contribuir desde el sistema fiscal público al mantenimiento de la Iglesia o pagar con dinero no menos público los destrozos en Doñana de los adictos a 'la blanca paloma' resulta lo más lógico; financiar la construcción de una mezquita equivale a fomentar el fanatismo.

A pesar de ello, por lo menos en el terreno de los principios, la discriminación ha perdido toda legitimidad. Toca entonces evitar que regrese por cauces subterráneos, y es aquí donde las tesis de Sartori sobre el islam, de no ser matizadas, o informaciones televisivas del tipo de la arriba citada, pueden desempeñar esa siniestra función: legitimar el rechazo del otro precisamente en nombre de los derechos humanos. Conviene aquí recordar otra advertencia de Lévi-Strauss: 'El hombre no realiza su naturaleza en una humanidad abstracta, sino en culturas tradicionales donde los cambios más revolucionarios dejan subsistir restos enteros y se explican ellos mismos en función de una situación estrictamente definida en el tiempo y en el espacio'. Esto supone la exigencia, para el dictamen de Sartori, de explicar, y para los reportajes de Tele 5, de contextualizar. Las prácticas abominables contra el cuerpo de las mujeres son en todo caso dignas de condena, pero adquieren otro significado de cara al espectador si se presentan en el cuadro de la reconstrucción del medio cultural específico. No son bárbaros que practican la ablación del clítoris, sino que ésta es un hecho bárbaro, como lo es apuñalar a la novia porque era mía o forzar a unos inmigrantes magrebíes a vivir como animales, en un medio social que resulta preciso conocer y que puede ofrecer otros rasgos muy positivos. La contextualización acota el espacio de la crítica e impide la generalización peyorativa que afecta habitualmente a todo aquello que escapa a nuestra visión eurocéntrica. Para el caso que nos ocupa, el reportaje hubiera debido producir, con la abominación de las prácticas denunciadas, una mayor estima por el pueblo etíope. Dudo que ése haya sido el resultado.

Posiblemente ésta sería una de las tareas más urgentes en nuestro país si queremos aceptar la multiculturalidad que se nos viene encima y evitar en lo posible el riesgo de racismo. Desde nuestro sistema educativo a los medios de comunicación de masas falta clamorosamente la preocupación por el mundo extraeuropeo (entendiendo en este punto a Estados Unidos y a Japón como prolongaciones de Europa). La diferencia respecto de Francia es aquí notable. Somos todavía un país de turistas de nuevo cuño en busca de bazares con mercancías baratas y trazos de brocha gorda sobre un mundo 'exótico' y 'misterioso'. Esto es apreciable en los reportajes televisivos, incluso en los que se pretenden de calidad, y a ello no escapan los suplementos de este diario (recuerdo una reciente ceremonia de la confusión en torno a Angkor): conocer y explicar con precisión resulta sinónimo de pedantería. Claro que son sólo dos décadas de turismo de masas hacia el mundo extraeuropeo y, por consiguiente, se trata de un defecto explicable. No tanto lo es la ceguera que sigue mostrando

nuestra educación a todos los ni-veles respecto de Asia y África. La consecuencia es inmediata: en este tema, la ignorancia es el fermento idóneo para la xenofobia.

Aun a corto plazo, la pluriculturalidad va a ser un hecho inevitable y la mundialización de las comunicaciones favorecerá decisivamente su mantenimiento. No cabe negar la posibilidad de que algunos de los colectivos de inmigrantes que recibimos lleguen pronto a un alto grado de asimilación, favorecido por la comunidad de idioma. En otros, y a la vista de la experiencia francesa, lo que corresponde es preparar el terreno para asumir la pluriculturalidad, conjugando la integración de los inmigrantes en nuestra cultura y en nuestra democracia con el respeto a una identidad que, no nos engañemos, va a mantenerse y que de ser sometida a una presión discriminatoria degenerará en una cultura de gueto y en una orientación intregista o de respuesta violenta (sucesos de Manchester y de Leeds).

La solución no reside tampoco en la angelización. Si entre los inmigrantes colombianos se insertan redes de narcotraficantes, o si van consolidándose estructuras mafiosas chinas, será preciso afrontar el fenónemo, llamando a las cosas por su nombre y por su origen. Justamente el problema surgiría de intentar edulcorar una situación visible para todos. Del mismo modo, reconocer que la inmigración magrebí puede plantear dificultades propias es algo tal vez necesario, si los análisis científico-sociales lo demuestran. A partir de ahí no cabe, sin embargo, deducir que el islam crea una barrera infranqueable, con la consiguiente connotación perversa. Simplemente, es una creencia que impregna con mayor intensidad que otras al conjunto de los comportamientos individuales. Algunos, los derivados de su patriarcalismo, pueden entrar en conflicto con nuestra normativa y con el sistema de valores democráticos. Pero hay que pensar, una vez más, que tal es el caso de otros usos vigentes entre nosotros que nada tienen de islámicos.

El óptimo técnico, que es preciso ir forjando a partir de ahora, incluye desde la educación no etnocéntrica a las reformas políticas que permitan la participación electoral de los residentes, pasando por evitar caos como el creado por la Ley de Extranjería, y se encuentra en el 'patriotismo constitucional' auspiciado por Habermas. Ello requerirá que los inmigrantes vayan asumiendo voluntariamente una identidad dual y el sistema de valores democráticos. Es una senda difícil y conflictiva, la única en todo caso practicable para alcanzar una convivencia exenta de discriminación.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense

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