Cumbres políticas y violencia
La globalización financiera y los multiples procesos que la acompañan se han convertido en la expresión más provocadora de un orden mundial que la mayoría considera necesitado de reformas, al que algunos calificamos de inicuo y al que sólo Bush y sus más directos vasallos y beneficiarios se adhieren sin reserva. Ese orden y la mundialización que es su consecuencia nos han sido impuestos, y con ellos sus dramáticos efectos. Imposición que es violencia. Porque es violencia la condena a muerte por sida del subcontinente africano; como es violencia la reducción en casi el 15% de la renta per cápita de 78 países del Sur entre 1990 y 2000 concomitante con un aumento sustancial del PIB mundial en esa misma década; como es violencia el recurso a la corrupción sistémica para que funcionen hoy las democracias representativas; como es violencia la irresistible degradación de la naturaleza a que compelen la codicia del beneficio y el productivismo consumista; como es violencia la absoluta dominación del pensamiento único y la invasión de los medios de comunicación por los valores y las prácticas violentas.
Frente a esta violencia estructural caben dos tipos de respuesta: la político-institucional y la popular-ciudadana. La primera tiene su espacio privilegiado en las cumbres políticas, momento excepcional para las tomas de decisión por parte de los gobiernos y de las grandes organizaciones intergubernamentales en los temas de mayor calado. Pero la falta de líderes políticos -hoy sólo tenemos funcionarios-gestores de los intereses de las empresas y de los partidos- y el cinismo de sus usos convierte las cumbres en operaciones de relaciones públicas y en ceremonias de la exasperación. La respuesta popular-ciudadana sólo puede ser una respuesta de contestación, una respuesta en la calle. Ése es su único terreno de juego. Los españoles de mi generación sabemos bien que el arma principal contra el franquismo, la contestación democrática más efectiva, era la de la calle. Como lo fue en la contestación universitaria del 68 en los países occidentales, al igual que la contestación pacifista frente a la guerra del Vietnam y el movimiento de la desobediencia civil.
Pretender vetar la calle a la democracia como quiso en España un ministro del Interior de aquellos años setenta -'La calle es mía'- y se proponen ahora los futuros organizadores de cumbres -en primer lugar, Berlusconi- es amputarles un ámbito decisivo para las libertades, porque la calle es un componente esencial del espacio público democrático y como tal irrenunciable. Aunque obviamente su utilización tenga que estar sometida a reglas, al igual que las confrontaciones que en él tengan lugar, sean entre manifestantes, sean entre ellos y las fuerzas del orden. La primera de esas reglas es que los medios a los que unos y otros recurran sean de idéntica o cuando menos análoga condición. Por ello, responder con balas reales a agresiones con piedras como ha sucedido en Gotemburgo es introducir una disimetría perversa -¿criminal?- en un enfrentamiento anunciado y por tanto previsible en su modalidad y formas. Claro está que la violencia hoy lo contamina todo y radicaliza muchos comportamientos que no tendrían por qué apelar a esos modos y niveles en la contestación. Sin olvidar la existencia del juego de la violencia, dedicación favorita de los hooligans y afines, para las que todos los pretextos -deporte, política- son buenos, ni tampoco las provocaciones de los desbordamientos organizados -recordemos a la CIA en el Chile de Allende-. Pero que los grupos que la policía alemana llama black bloc -Reclaim the Streets, ¡Basta Ya!, Tute Bianche, Globalization from Below, AFA, Alternativas Libertarias- concierten sus estrategias y eleven el listón agresivo en las manifestaciones no es razón suficiente para criminalizar su acción. Porque, además, lo determinante no es eso, sino el contenido de la contestación: su capacidad de propuesta y de convicción. Contenido en el que coinciden con más de un centenar de organizaciones -ATTAC, Public Citizen, Drop the Debt- para las que las formas no violentas son su primera premisa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.