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Los 'anarquistas' de Gotemburgo

El viernes 15 de junio, la policía chocó violentamente, en Gotemburgo, con los manifestantes que habían acudido a protestar contra la globalización y la Unión Europea. Es de suponer que, de los 15.000 o 20.000 manifestantes, sólo una minoría -unos dos mil, según un testigo- eran partidarios de la violencia, pero cuando ésta se desató, arrasando el centro de la ciudad y horrorizando a los pacíficos vecinos, la policía, desbordada o quizá descontrolada, hizo uso de sus armas de fuego e hirió gravemente a uno de los anarquistas -como los clasifica el New York Times-, un joven sueco de veinte años. Al parecer, una buena parte de los manifestantes detenidos eran jóvenes por debajo de esa edad.

Mientras los ciudadanos manifestaban su consternación, las reacciones de los jefes de Gobierno reunidos en Gotemburgo reflejaban una preocupación muy lógica, pero quizá también cierta incomprensión de lo que estaba sucediendo. La idea dominante era que se trata de acciones sin justificación, y que, por tanto, deben evitarse mediante el intercambio de información entre las diferentes policías nacionales y, si es preciso, suspendiendo la libre circulación de las personas dentro de la Unión cuando amenace con repetirse una convocatoria de este tipo, por ejemplo, con motivo de la próxima cumbre del G-8 en Génova.

A un aficionado a la novela policiaca, leyendo la crónica de los sucesos de Gotemburgo, se le puede venir a la cabeza Los terroristas, la última novela de la pareja formada por Per Sjøvall y Maj Wahløø. Se publicó en 1975 y transcurría en un Estocolmo conmocionado por violentos choques entre la policía y los manifestantes contra la guerra de Vietnam, con motivo del viaje a Suecia de una alta personalidad norteamericana. Mientras la policía se obsesionaba tratando de evitar un imaginario atentado izquierdista y actuaba sin muchas contemplaciones contra los manifestantes, una joven marginal y de escaso intelecto asesinaba, en un absurdo atentado, al primer ministro sueco.

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En 1986, Olof Palme fue asesinado en la vida real, y cuando la novela pudo leerse en español, al año siguiente, muchos de quienes se habían opuesto a la intervención norteamericana en Vietnam estaban ya horrorizados por la tragedia de quienes habían intentado huir por mar del régimen comunista: era difícil simpatizar con el ingenuo izquierdismo de los novelistas sue-cos. Pero en su momento reflejaban una posición bastante extendida entre los jóvenes occidentales, una posición que ahora podemos ver como esencialmente desencaminada, pero que expresaba la revuelta de una generación contra los valores sociales anteriores. Como nadie ignora, esa generación no sólo provocó un significativo cambio en el escenario político europeo, sino que le ha proporcionado algunas de sus figuras actuales. ¿Cómo se sentirá Joschka Fischer oyendo a Blair, a Perssons o a Rasmussen contraponer sus buenas y constructivas intenciones con la irracionalidad de los jóvenes manifestantes?

En un sentido literal, es evidente que protestar en una cumbre sobre la ampliación de la Unión Europea no es la mejor forma de contribuir a que el mundo mejore. En particular, es difícil que los ciudadanos de los países aspirantes a entrar en la UE puedan entender la actitud de quienes se manifiestan contra ella. Pero los argumentos que éstos manejan -que la Unión es sólo una arena más de la política neoliberal, cuyas exigencias se traducen en el retroceso de los derechos sociales- no son más disparatados que los de los electores irlandeses que se han opuesto a la ratificación del Tratado de Niza.

Si hay serias razones para criticar el tratado, no cabe desdeñar a los electores: habrá que pensar en darles mejores argumentos para aceptarlo. Algo similar se puede decir respecto al proyecto de la UE: el hincapié en las cuestiones de competitividad deja a menudo de lado la ciudadanía social y la propia capacidad política de la Unión para adquirir su propio peso como un actor en la esfera internacional. En esas circunstancias no es nada extraño que se puedan organizar coaliciones de protesta contra la UE, que entra así en el catálogo de organismos condenables como expresión del neoliberalismo. Con una mayor capacidad de liderazgo, quizá se pudiera crear un clima de opinión distinto, que no se limitara al conformismo más o menos satisfecho.

Podemos pensar, sin embargo, que habría protestas incluso si el proyecto de la Unión estuviera siendo impulsado activamente por un liderazgo europeo con empuje y aunque nadie sintiera que los derechos sociales están amenazados en ninguno de los países miembros. Quizá sólo son la manifestación actual de una actitud anticapitalista que siempre va a encontrar pretextos para reafirmarse, y si los actuales se le vinieran abajo buscaría otros nuevos para mantener con total convicción sus principios. Ahora bien, ¿es imprescindible que los gobernantes actuales repitan el error de los que a comienzos de los años setenta atribuían a oscuras conspiraciones todos los movimientos de protesta?

Podemos pensar que los manifestantes no tienen razón, o que se van a negar a escucharnos si queremos darles nuestras razones, pero no es evidente que la única respuesta a las protestas deba ser la colaboración policial. Conviene evitar que cualquier ciudad pueda verse arrasada por manifestantes violentos, conviene evitar que una policía desbordada pueda matar a alguien en mitad de un choque. Pero también convendría que los gobernantes europeos se mostraran más capaces de aceptar que no todo el mundo comparte sus convicciones sobre el futuro más deseable, que fueran más capaces de entender el malestar difuso del que brotan las protestas.

Y sobre todo convendría que fueran capaces de transmitir una convicción que fuera más allá de los cálculos, del puro razonamiento económico. Europa necesita buenos gestores y mejor coordinación policial, pero también algo parecido a la visión y el entusiasmo. Ese entusiasmo que Joschka Fischer y otros actuales dirigentes europeos rebosaban, con muy poca racionalidad y grave riesgo de ocasionar desastres, cuando tenían más o menos la edad de los anarquistas de Gotemburgo.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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