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Columna
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La razón de la protesta

Hace veinte años, escribía Raymond Williams: 'Las amables fantasías acerca de dar más y más a todos, para que nunca sea necesario tomar ninguna alternativa, es el canto del cisne de una vieja socialdemocracia. El reparto tendrá que producirse, en algunos casos dentro del aumento de la producción y del tiempo disponible, en otros casos dentro de recursos y disponibilidades en realidad reducidos. No es posible eludir ni posponer mediante la vieja fábula del pastel los profundos problemas políticos del reparto y la participación que, si tienen éxito, puede llevarnos a superar el orden industrial capitalista'. Es cierto. Todo el entramado político de las sociedades modernas se ha basado en una confianza que el tiempo se ha encargado de desbaratar: la idea de que estar quietos y cooperar es, a la larga, positivo. Eso ya no se sostiene. El capitalismo globalista es un sistema que exige lealtad absoluta a cambio de ninguna seguridad. Pero ver las barbas del vecino pelar no suele ser suficiente para poner las propias a remojar. La experiencia de la exclusión de otros, incluso si esos otros son tan cercanos (hijos, hermanos, amigos) como para conformar un nosotros, no es suficiente para romper la quietud colaboracionista de quien no sufre el problema en carne propia. Mucho menos si pensamos en amenazas a la dignidad de la vida como son la desnutrición o el hambre, experiencias absolutamente inconmensurables para quien no las sufre. Jon Sobrino iniciaba así uno de sus artículos: 'Quisiera confesar la sensación de impotencia al intentar comunicar una vez más lo que en el mundo de las víctimas es evidente, pero que se hace todo menos evidente en un mundo de abundancia ajeno a ellas'. En efecto, la distancia que media entre el mundo de las víctimas y el mundo de la abundancia se presenta como un abismo insuperable. O, cuando menos, como un abismo cuya superación, posible, exige decisiones y actuaciones que chocan frontalmente con la estructura de nuestros deseos e intereses.

El proyecto ilustrado es el de la intersubjetividad. La comunidad ética moderna se construye, a partir de la razón, mediante el reconocimiento efectivo de sujetos iguales, competentes y libres, que mediante el ejercicio del diálogo y la persuasión acaban por alcanzar un consenso satisfactorio para todos. Se trata de una intersubjetividad simétrica, formalmente inapelable pero prácticamente inútil y hasta perversa. ¿O es que alguien ha visto alguna vez a las víctimas de nuestro sistema participando en las instancias en las que se planifica el futuro? Frente a esta intersubjetividad simétrica basada en el consenso de intereses, hoy se propone una intersubjetividad asimétrica que persigue una reconciliación entre sujetos desiguales mediante la ruptura del consenso existente, ya que éste consenso se ha logrado al precio de la misma desigualdad que se quiere superar. Las víctimas son la más flagrante manifestación de la insuficiencia del proyecto de universalización liberal; por eso, sólo a partir de ellas puede plantearse un proyecto de sociedad realmente inclusivo.

Peter Glotz lo ha expresado con absoluta lucidez: 'La izquierda debe poner en pie una coalición que apele a la solidaridad del mayor número posible de fuertes con los débiles, en contra de sus propios intereses; para los materialistas estrictos, que consideran que la eficacia de los intereses es mayor que la de los ideales, ésta puede parecer una misión paradójica, pero es la misión que hay que realizar en el presente'.

Creo sinceramente que, más allá del acierto a la hora de expresar sus reivindicaciones, casi siempre pacíficas, los movimientos sociales que se han manifestado en Seattle, Washington, Praga o, más recientemente, en Goteborg son los abanderados de esa coalición de la nueva solidaridad. Su utopía es la misma que está en la base del proyecto moderno (la universalización de los derechos humanos), pero radicalizada desde el lugar de las víctimas. Van por delante. Por eso reciben tiros por la espalda.

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