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Aznar y la vertebración de España

Este artículo no pretende en absoluto ser regocijado ni tampoco denigratorio. Sería lo último si quisiera centrarse en el uso que se ha hecho de los medios públicos en una campaña electoral. No puede ser lo primero porque, por más que la polémica acerca de las elecciones vascas haya dominado la escena política española durante meses enconando posiciones contrapuestas, a fin de cuentas son los vascos quienes han decidido y no el resto de los españoles. Además, ni las elecciones se van a repetir, ni tiene sentido abundar en argumentos que en su momento se utilizaron hasta la saciedad, ni menos aún hacerlo al ritmo de las acciones de ETA. Tendríamos, por el contrario, que hacer un serio esfuerzo por respetar los resultados, tratar de aprender de ellos y situar la polémica en terreno distinto de aquel en que la hemos tenido durante muchos meses. Así llegaría a ser constructiva y no exasperante, como ha acabado por resultarnos a todos. Así, además, cabría referirse a algunas cuestiones de principio con cierta distancia y ánimo de entendimiento.

Uno de los aspectos de la lucha electoral pasada está relacionado con el propósito, genérico pero persistente, del presidente del Gobierno por vertebrar España. Con eso no quiero decir ni que todos los que se alineaban con la llamada opción 'constitucionalista', calificativo que habría que comenzar por desterrar, pensaran ni remotamente lo mismo ni tampoco que el propósito de Aznar carezca de sentido. Sin duda ésa ha sido una preocupación primordial del presidente del Gobierno que nace de convicciones profundas. Nada de lo sucedido en cuestiones como la reforma de las Humanidades puede entenderse sin partir de ellas. Pero, con mayoría absoluta o antes sin ella, lo que ha cosechado por el momento a la hora de tratar de llevar a la práctica ese propósito han sido espejismos, actos fallidos, alguna derrota y sobre todo mucha gresca. Cuando, a comienzos de siglo, Unamuno y Maragall debatieron sobre la España plural, el primero recordaba que en tal tipo de controversias muy a menudo se acudía a rebatir no lo que se decía, sino lo que cada uno imaginaba que se había dicho. El desencuentro de esta manera suele convertirse en agónico e interminable.

El propósito, por otro lado, puede ser considerado deleznable por algunos, pero no tiene por qué serlo en una sociedad muy fragmentada y necesitada de coincidencias. A mí me parece correcto; lo que me resulta profundamente errado es el método para llegar a él. No se trata, por tanto, de que la sociedad o la situación vasca no estén maduras para un Gobierno no nacionalista como de que el procedimiento para lograrlo es tan desacertado como para resultar contraproducente por completo.

No se vertebra mediante la confrontación. No ya el caso de Cataluña durante los años ochenta, sino también el de Andalucía en los setenta, como el País Vasco luego, testimonian que en el momento en que existen unos temores -reales o imaginados- sobre el respeto a la propia identidad la confrontación concluye en un resultado reactivo. A algunos comentaristas les hemos leído que, tras la supuesta victoria 'constitucionalista', vendría la inyección de sentimiento nacional (español, por supuesto); otros han recordado que bastante habían hecho ellos con admitir el Estatuto. Debían saber que la confrontación en materias de identidad colectiva tiene efectos lamentables, incluso para quien la provoca. Los ultraespañolistas del pasado no nacieron en Valladolid; fueron, como Maeztu o Sánchez Mazas, vascos o, como D'Ors, catalanes. Igual sucede en el momento actual: Jiménez Losantos fue aragonesista radical en Barcelona y Jon Juaristi nacionalista vasco. Lo pésimo, en fin, del propósito de crear conciencia de identidad nacional española desde fuera es que, como mínimo, se pretende un resultado ucrónico. Bien se puede decir de él, en efecto, que no sólo no ha sido viable en ningún lugar, sino que es impropio del tiempo en que vivimos. Si éste impulsa a la globalización también incita, en cierta manera y como actitud inevitable, al cuidado de la propia identidad.

Un propósito de vertebración de España debe basarse en un programa a largo plazo en que la política cultural juegue un papel determinante y la voluntad de diálogo sea permanente. De esta manera se descubre que la civilización española es siempre el producto de miradas que se entrecruzan desde puntos de vista distintos pero siempre entrelazados. Lo peor de la realidad actual española no es, siquiera, la confrontación, sino a menudo el olvido de esta realidad. Carles Riba recordaba que los intelectuales catalanes no han sido separatistas sino por excepción y se han convertido en tales tan sólo cuando han sentido en su interior la desesperanza ante un diálogo inexistente o interrumpido. Cuando existe un reconocimiento mutuo desde la conciencia de pluralidad el acuerdo es posible, incluso inevitable. Lo pésimo es la ignorancia radical de la alteridad. Por eso resulta un error elemental, impropio de un Bachillerato bien cursado, ignorar que el catalán o el vasco han sido perseguidos; viene a ser algo parecido a situar el Museo del Prado en Lanzarote.

El Estado, en vez de ocuparse en proporcionar esas inyecciones artificiales de españolidad -que pueden sentar como una purga de aceite de ricino-, debiera ocuparse de lo que la Constitución le prescribe, es decir, de poner en comunicación a las distintas culturas de los pueblos de España. ¿Se puede decir que verdaderamente lo ha hecho en los últimos tiempos? Tiene sentido rememorar el pasado y celebrar grandes acontecimientos colectivos. Pero, ahora que proliferan las sociedades estatales de carácter cultural, no vendría mal una dedicada a satisfacer aquella necesidad. De hecho, cuando se ha intentado esta operación de altos vuelos se ha hecho desde la periferia y no desde el centro. Hoy en Madrid se exhibe una exposición titulada Cataluña hoy; en el pasado reciente fue la Comunidad de Madrid (no el Estado central) quien acogió otra dedicada a la relación Madrid-Barcelona. La vida cultural española en el siglo XX no se entiende sin una relación dialéctica entre los distintos mundos culturales de sus capitales más importantes. Reconstruirla es hacerla perdurar y eso tiene más trascendencia que una actitud impositiva (o que lo parezca) durante una consulta electoral ocasional.

En España, hoy y ahora, lo que tiene sentido no es ni predicar la uniformidad, aunque sea por el procedimiento de eludir la pluralidad, ni tampoco pretender simplemente la adhesión a unos principios genéricos de carácter democrático que todos comparten. Estos últimos deben, por supuesto, ser defendidos a ultranza en cada caso concreto, en especial si existe el peligro de la mínima discriminación personal. En este punto no se alabará nunca lo suficiente a las entidades que tienen ese propósito; hay que alinearse con ellas sin el menor titubeo. Pero eso no basta. Elías Canetti decía que el internacionalismo -es decir, una vaga adscripción a principios de carácter general- no puede ser la cura contra el nacionalismo; quien lo resulta es el plurinacionalismo, en definitiva esa conciencia de pluralidad. En un caso como el español todavía se podría añadir algo más. Es de sobra sabido que la conciencia de las colectividades en buena parte se construye mediante actos voluntarios y prácticas cotidianas. Un ministro canadiense habla, por ejemplo, en francés y en inglés en cada párrafo de sus discursos. De parecido modo nada sería mejor que el propio Gobierno de Madrid fuera consciente de la necesidad de hacer emerger un 'patriotismo de la pluralidad' que no sólo supusiera lealtad constitucional, sino que contribuyera a movilizar los afectos colectivos. No lo ha hecho hasta el momento cuando es posible llevarlo a cabo. Si así se hiciera, el resultado habría de ser enormemente positivo. No sólo tendríamos los sentimientos de identidad superpuestos de forma orgánica y coherente -como en Suiza y no como en la antigua Yugoslavia-, sino que además lograríamos que los nacionalismos impositivos -el vasco, el catalán y también el español- resultaran más tolerantes y sobre todo más propios de los tiempos en que vivimos. Por desgracia no ha existido una auténtica pedagogía de la pluralidad. Pero todavía es tiempo para rectificar el rumbo.

Se dirá que no tiene sentido hacer todas estas afirmaciones dirigiéndolas al actual presidente del Gobierno. Ni aunque así fuera habría que dejar de recordarlas, pero, además, no viene mal tomar en cuenta que el actual Ejecutivo ha hecho en más de una ocasión buena la afirmación de Fraga durante la etapa socialista. En algunos casos, menos de los deseables, ha acertado rectificando. Sería bueno que ahora meditara de nuevo la posibilidad de hacerlo. Porque, aunque estas cuestiones parezcan excesivamente alejadas de la política diaria, no cabe la menor duda de que en la próxima campaña electoral de una manera u otra, quizá incluso en forma decisiva, estarán sobre el tapete. Y quien tiene esa acusada avaricia de poder y ese sentido para captar la ventaja electoral debe darse cuenta de ello.

Javier Tusell es historiador.

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