Una historia distinta
No creo que haya en los días que vivimos una preocupación tan común como la que provocan los hijos, no sólo por saber si sabrán encauzar sus vidas hacia una ocupación que les guste y que les permita vivir holgadamente -al fin y al cabo, esa inquietud de ayudarles a labrar su futuro existió siempre- sino por un clamor de preocupaciones nuevas, como desear que no se vuelvan insensibles, que a pesar de cruzar los años de la adolescencia no sean extranjeros en su propia casa, que no se tenga que padecer el sufrimiento de que te contesten mal o que te llamen del instituto porque son desafiantes con los profesores.
Me cuentan amigos muy cercanos dedicados a la enseñanza que tienen la sensación de que, hoy día, los padres sacan la cara por sus hijos hasta en las situaciones más indefendibles, porque ante el miedo a perder su cariño prefieren doblegarse, bien callando vergonzantemente, bien atacando al maestro. En los días de final de curso, tienen lugar escenas en los institutos que no se habían producido nunca: una madre empieza a hablar con culpabilidad sobre las pésimas notas que ha recibido el hijo y entonces el niño interrumpe a su madre y la desprecia delante del profesor. El profesor se ve obligado a reprender al alumno. En otras ocasiones, el padre ataca violentamente al profesor delante del hijo convirtiendo a su niño en víctima del maltrato psicológico del docente. El suplicio del profesorado no se acaba sólo cuando empiezan las vacaciones de los alumnos, el periodo de reclamaciones puede ser durísimo. Pero casi siempre el tema principal, el que abarca todo, es: ¿qué se hace con los hijos?, y es un problema tan común que ha borrado otro que puede ser tan doloroso como éste pero que acaba convirtiéndose en un sufrimiento privado. A veces un niño se pregunta: ¿qué hago con mis padres?
Hace unos días, una pareja pide limosna a las puertas de una estación de metro con su hijo de 12 años. El niño le dice a su madre que tiene que ir a orinar y señala el parque que tienen enfrente. El niño, aparentemente, se va tranquilo, cruza la calle y se interna en el parque como los niños de los cuentos se internaban en el bosque pero, al contrario que en los cuentos, es entre los árboles donde el chaval encuentra su salvación. Fuera ya de la vista de sus padres echa a correr desesperadamente, cruza el parque y descubre una autopista, se sitúa en el arcén y, superando el miedo que pueden producirle esos coches que pasan a una velocidad violenta, extiende el brazo para parar uno y emprende así una fuga en la que probablemente lleva pensando días, o tal vez es una huida con la que fantasea desde que empezó a ser consciente de que había nacido en el lugar equivocado, con una familia equivocada. A las dos horas los padres empiezan a inquietarse. Aparecen en las noticias locales de televisión, cuentan cómo el niño se internó en el parque, cuentan también que se trata de un crío muy sociable al que cualquiera ha podido engatusar. La búsqueda del niño se acaba pronto porque ni ha sido secuestrado ni cayó en manos de un desaprensivo. El chaval fue recogido por la policía en su viaje de huida. No se sabe muy bien dónde quería llegar, probablemente a su colegio de Zaragoza, con sus amigos; sí se sabe de qué quería huir: de la mendicidad, de no disfrutar de esas costumbres diarias que conforman la felicidad infantil. Los niños no quieren ser diferentes a los demás, eso es para ellos una aspiración extravagante, quieren parecerse a los otros niños.
Cuando miles de niños bien alimentados, mimados por vivir en el lado del mundo que ha descubierto la adoración al niño, desprecian aquello cuanto se les da porque no saben que es un bien escaso, un niño escribe con su angustia en las páginas locales de Madrid una historia distinta, la del que huye de sus padres para llevar una vida ordenada y tranquila. Supongo que los servicios sociales estarán estudiando la manera de arreglarlo, aunque uno siempre teme que prime la biología en estos asuntos, que el chaval tenga que regresar al redil paterno. Hay tantos padres anhelando que los hijos tiránicos abandonen el nido, que nos olvidamos de aquellos padres tiránicos (que aún los hay, sean de la clase social que sean) de los que los hijos desean librarse para siempre.
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