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Tribuna:LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS
Tribuna
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El nuevo Senado

El autor propone una discusión franca sobre la reforma del Senado, ya que en su formato actual no permite armonizar la política española

Los españoles celebraremos pronto el cuarto de siglo de nuestra Constitución. Si evitamos durante sólo un instante recordar el amasijo de momentos duros, dificultades y renuncias que componen páginas colectivas imborrables, podremos quizá hacer un hueco para el gozo por el logro de haber construido un orden político democrático y libre constitucionalmente garantizado.

Pero debemos mirar al futuro y responder a los retos, las inquietudes y los problemas de unas nuevas generaciones de jóvenes que han nacido y vivido en democracia y que hoy ya nos están tomando el relevo. Lo que fue y ha sido extraordinario, una Constitución modélica y que ha proporcionado el mayor periodo de estabilidad democrática de la historia española, no debe cegarnos. Alcanzada la madurez del sistema, debemos afrontar ahora su perfeccionamiento.

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Los españoles nos sentimos orgullosos por el resultado francamente positivo del experimento más arriesgado que contenía la Constitución de 1978: la construcción de un Estado autonómico. Con la perspectiva del tiempo podríamos decir hoy que fue fácil, pero lo cierto es que la Constitución no hizo ese diseño (de hecho, ni siquiera le puso nombre), sino que tuvo que limitarse a establecer un conjunto de normas cuyo posterior y complejo desarrollo ha dado lugar a la organización autonómica actual.

Ahora, cuando estamos terminando el despliegue institucional del nuevo estado democrático, cuando el traspaso de competencias y recursos está muy avanzado, nos aparece un problema, un problema que, para ser sinceros, va a ir creciendo en importancia. Toda descentralización incrementa los conflictos entre órganos y, por consiguiente, la complejidad del sistema. Los estados compuestos necesitan dotarse de mecanismos y procedimientos para negociar, resolver o, en último extremo, dirimir problemas de relación entre las diversas instancias de poder público. Pero no es éste el problema al que quiero referirme, que forma parte esencial del escenario político de nuestro país y de cualquier otro dotado de similar tipo y grado de descentralización.

El problema, el nuevo problema, es diferente. Se trata de un desajuste surgido precisamente de la irreversible consolidación del modelo autonómico. Es ese éxito el que, al dotar a sus instituciones de una legitimidad y un conjunto de competencias que ejercen a título propio, nos ha situado ante un Estado que, si nos gusta y nos sirve, no lo habíamos previsto. Esto es lo que los expertos han calificado como un modelo abierto, no determinado ni definido en su punto de llegada porque la Constitución sabiamente no pretendió adivinarlo.

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Ante problemas de tal naturaleza, tenemos que dotar nuestro sistema político-constitucional con estructuras de decisión capaces de afrontar esta complejidad. Y es preciso decir que hoy no disponemos de ellas. Y no debo ocultar que el lamentable espectáculo del procedimiento seguido con el Plan Hidrológico Nacional (¿de qué nación?) lo ha puesto de manifiesto. Llamo la atención sobre el hecho de que temas tales como la definición de equilibrios nacionales básicos no pueden tratarse ignorando adrede a los sujetos políticos territoriales. Este mismo ejemplo del PHN serviría para el Plan Nacional de Infraestructuras o el Plan Nacional de Regadíos. No contamos con espacios para explicar la postura de unas u otras comunidades y contribuir así a configurar la voluntad nacional. Quedan las posiciones explicadas sólo a través de la propaganda o el conflicto jurídico una vez adoptada la decisión.

Es evidente, y por ello debe decirse alto, claro y fuerte, que la calidad de nuestro Estado democrático nos obliga a ponernos a reflexionar y a actuar en este frente. Lo ha hecho ya el Parlamento aragonés, que, sin temor al reto, ha planteado, con el voto favorable de cuatro de las cinco formaciones en él representadas, la necesidad de reformar, incluso la Constitución, para afrontar nuestras carencias sin excluir ninguna posibilidad, incluida la federal si colectivamente la vemos precisa. Esa posición de las Cortes de Aragón viene a reclamar simple y llanamente foros donde podamos armonizar la política española desde sus diferentes centros de poder, el del Gobierno de la Nación y el de las 17 comunidades autónomas.

No parece congruente que una comunidad autónoma pueda iniciar un procedimiento de anulación ante el Tribunal Constitucional de una ley votada en las Cortes Generales y, sin embargo, no exista un mecanismo previo -como los hay en sistemas federales de carácter cooperativo- que aúne voluntades y posiciones institucionales previas implicándolas con afán constructivo. En la actual situación se impone el conflicto a la negociación. Porque ahora no tenemos disyuntiva.

Y, sin embargo, debemos buscar puntos de encuentro, no dividir ni fracturar. Falta la pieza que permita articular ese encuentro y que permita evitar la tentación permanente de la bilateralidad. Tenemos que armar mecanismos capaces de fortalecer nuestro actual modelo de Estado complejo, capaces de hacerlo más sólido y articulado, más fuerte. Debemos rechazar aquellas versiones que intentan transmitirnos que un Estado complejo es un Estado débil. ¿Lo son acaso Estados Unidos o Alemania, lo son Canadá o Suiza?

Creer en el espejismo que confunde conflictos de competencias con carencias institucionales, que es necesario paliar cuanto antes, es un error de percepción muy grave. Ni tampoco es posible que sean los partidos políticos de ámbito estatal los llamados sistemáticamente a soportar tensiones transversales generalizadas. Este es un antimodelo de altísimos costes a largo plazo y de consecuencias institucionales nada deseables a corto. Ya lo estamos viendo.

Con seguridad tampoco nuestro Senado, en su actual formato, es una solución. Ni siquiera un recurso paliativo. Debemos ponernos manos a la obra, seria y honestamente, y pronunciarnos al respecto. La primera medida a estudiar es modificar la Cámara o desechar tal posibilidad y optar por otras vías.

Es posible que, tras todos estos esfuerzos, concluyamos que nuestra Constitución es precisamente la que nos obliga a su reforma. Una reforma que nos permita dar respuesta a las inquietudes y desvelos de las generaciones mejor preparadas de la historia de nuestro país, crear espacios de diálogo y entendimiento, evitar la imposición de decisiones y conseguir así una mayor calidad para nuestra democracia.

Ese momento político tendrá que volver a ser un momento colectivo, no de facción ni mayorías. Uno más de nuestra joven, pero ya sólida, tradición democrática.

Marcelino Iglesias Ricou es presidente del Gobierno de Aragón.

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