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Columna
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Fábula

Las pastillas de éxtasis suelen combinarse mal con el alcohol a la hora de conducir en carretera y las continuas campañas gubernamentales que buscan una y otra vez inculcar la prudencia entre los automovilistas no sirven de nada. La gente de la calle tiene la inconfortable sensación de que son dinero perdido. 'Dinero nuestro, claro, porque los políticos no las pagan de su bolsillo, faltaría más'. Eso fue lo que confesó airadamente en el telediario de la noche uno de los testigos presenciales.

El accidente, en la larga bajada que hay poco antes de llegar a Requena, había sido terrible pues, al parecer, los cuatro jóvenes se salieron de la pista a las seis de la mañana cuando iban de regreso a Madrid, se adentraron dando volteretas por el aire en la calzada contraria y terminaron bajo las ruedas de un camión frigorífico que venía hacia Valencia a gran velocidad. Tres de ellos fallecieron en el acto. El cuarto, una muchacha de diecinueve años, sufría neumotórax izquierdo traumático, fractura de la pelvis, conmoción cerebral, múltiples laceraciones de la piel y estallido del bazo con choque hemorrágico secundario. El parte médico calificaba su estado de gravísimo. Se temía por su vida. Los bomberos estuvieron trabajando durante hora y media para sacarla de la chatarra en que estaba convertido el automóvil, un BMW de alta gama.

'Lo de la ruta del bakalao es una auténtica vergüenza', afirmó el cirujano mientras se frotaba minuciosamente los dedos y las uñas con el cepillo, justo antes de la operación. Todos los fines de semana pasa algo así, y es que los policías toleran el tráfico de drogas en las discotecas. Saben quiénes son los camellos, los tienen localizados, pero no hacen nada. Si yo mandara en este país se iban a enterar... Hace falta mano dura, lo que yo te diga.

A su lado, con los brazos cruzados y también vestido de verde, el anestesista asintió con una sonrisa triste. Eran amigos desde los tiempos de la facultad, además de socios en una clínica privada.

'Van como locos', contestó, 'y luego pasan las cosas que pasan. Pero lo peor es que estos chicos nunca se matan solos, siempre cae algún inocente con ellos. ¿Qué culpa tenía el chófer del camión?'.

Ya de nuevo en el quirófano, con las enfermeras dispuestas, el instrumental en orden, el cuerpo de la paciente embadurnado de tintura de yodo sobre la mesa de operaciones y la intervención quirúrgica a punto de comenzar, el anestesista empezó a sentir un ligero temblor en el pulso. Le sucedía a veces en momentos intempestivos. Tomó disimuladamente la jeringa con el narcótico destinado al gotero de la muchacha, hizo un aparte como si buscara algo en una de las vitrinas y, con la pericia de la costumbre, se inyectó dos centímetros cúbicos en la voluminosa vena del antebrazo derecho.

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Aguantó la punzada sin parpadear. A pesar de la práctica no lograba acostumbrarse a la sensación desagradable de la aguja al perforar la piel. Luego, ya repuesto del mono, regresó a cumplir con su trabajo. Era un experto profesional con más de treinta años de experiencia.

La operación fue un éxito rotundo y la muchacha sobrevivió.

Pasaron los meses y la prensa local empezó a hacerse eco de una epidemia hospitalaria de hepatitis C.

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