Martínez y los principios del iluminismo penal
Cuando hace más de un año los padres de Joaquín José Martínez visitaron Cataluña en una gira de recolección de fondos para pagar los gastos y honorarios que iba a demandar una nueva defensa de su hijo, los motivos del asombro que ya provocaba su caso se hicieron explícitos para un elevado número de estudiantes de derecho y de criminología. Estos últimos habían sido convocados por el departamento de Criminología y Política Criminal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona para que escucharan a aquellos padres, los cuales desde hacía largos años venían padeciendo la injusticia cometida respecto a su hijo, a quien la jurisdicción penal del Estado de Florida le imputaba dos homicidios cometidos en las personas de una pareja cuyos antecedentes penales aumentaban la tortuosidad de los hechos atribuidos a Joaquín José Martínez.
El impacto que el relato de esos padres produjo entre estudiantes y profesores fue tremendo, en particular en lo que escucharon sobre los medios de prueba y la actuación de la defensa en aquel primer proceso en el que se dictó una condena a muerte para Martínez. La enormidad del relato vino dada, más allá del problema humano y familiar, por las violaciones y faltas de observancia que se verificaron a lo largo de ese primer proceso respecto a los principios del Estado de derecho en nuestra cultura continental europea y/o de los de la rule of law en la cultura de la common law, ambos inscritos en la tradición iluminista. En efecto, las garantías de un proceso contradictorio, de una defensa plena, de una pena justa y proporcional no constituyeron, por cierto, las características de esa actuación jurisdiccional; antes bien, la información ya proporcionada por los medios de comunicación ha venido luego a demostrar hasta qué punto es posible que un sistema de justicia penal como el que dicho proceso permitió verificar exista al menos en un Estado de América del Norte, donde, en general, tradicionalmente se han exaltado los principios de eficacia, rapidez y cumplimiento de objetivos presupuestados para la justicia penal. Especialmente cuando el proceso referido ha revelado que detrás de estos principios se esconde una brutal y corrupta violencia policial, un desmedido afán de lucro en las defensas penales o un empleo exorbitante de penas crueles e inhumanas, como lo constituyen las penitenciarías y, por supuesto, la incomprensible pena de muerte, junto con sus cruentos modos de ejecución, incluidos los pabellones de espera de estos condenados, donde cualquier tipo de vejación es admisible.
Todo ello en un ámbito cultural y político que se exhibe como la más perfecta democracia, donde la rule of law fija los límites de actuación jurisdiccionales. Pero donde, asimismo, el impacto mediático puede ser decisivo; recuérdese el caso de O. J. Simpson. Finalmente, parece haberse impuesto la racionalidad en el segundo proceso a Joaquín José Martínez, celebrado en Tampa, gracias a una consumada labor de la defensa y a un ajustado trabajo del jurado, aunque a costa de unos disparados honorarios y gastos. Por tanto, creo que es de verdad muy importante tener en cuenta lo sucedido con Joaquín José Martínez en Estados Unidos a la hora de analizar los defectos que se achacan a los sistemas penales modernos, en particular al español y, sobre todo, cuando deben tenerse en cuenta las relaciones de tales sistemas con el desenvolvimiento de las estructuras socioeconómicas. A este respecto no se puede menos que poner el acento sobre la inversión de las políticas sociales y la exaltación de las penales cuando se habla de inseguridad o de pequeña delincuencia, o bien cuando se reprocha a la inmigración el ser la fuente de esa criminalidad.
No parece necesario que me explaye sobre la instrumentalización política que esto supone; en algunas ocasiones me he permitido manifestarlo así en estas páginas. Pese a ello, algunas opiniones, incluso la de competentes autoridades municipales de Barcelona, siguen insistiendo en la supuesta bondad de los métodos y los medios que se emplean para medir y reprimir la delincuencia, en especial aquella que se denomina 'pequeña'. En efecto, el repetido uso de instrumentos meramente cuantitativos (encuestas), con serios defectos ideológicos para conocer cuántas y quiénes pueden ser las víctimas de aquella actividad o la promoción de medidas penales y procesales (como sería el regreso a la multirreincidencia, la introducción de figuras de delitos asociativos para cierta criminalidad o de otros de peligro, antes que de comisión) con el supuesto fin de robustecer la seguridad ciudadana, no hacen más que dar nuevos poderes a la actividad policial en detrimento del derecho de libertad y de las garantías fundamentales que privilegia la Constitución Española y que deben ser los principios que han de guiar toda actividad punitiva del Estado. Seguramente que, si en una cierta área de la ciudad se constata el aumento de una determinada forma de actuar en perjuicio del turismo, mientras que en otras más amplias y populosas se verifica un descenso de los delitos de poco monto, estos desfases deben ser contemplados desde una óptica más amplia que la simple de carácter punitivo. Pero debe tenerse incluso mayor cuidado en que lo que no se pueda explicar por métodos cuantitativos se quiera abordar únicamente con medios represivos. Precisamente esta sustancial diferencia es la que distingue a un Estado puramente penal de un Estado democrático y constitucional de derecho; es decir, de aquel Estado que pretende mantener su sistema de control penal dentro de los reducidos pero trascendentes objetivos con que fueron trazados desde el iluminismo penal, como fueron: la eliminación de la venganza privada y la restricción de su actuación a los límites constitucionales.
Roberto Bergalli es jefe de Estudios en Criminología y Política Criminal (UB).
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