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Columna
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La victoria de la 'orquesta Stroumsa'

Ha estado en Madrid un hombre al que todo el mundo debiera conocer porque, de hacerlo, sería probablemente mucho mejor. Se trata de Jacques Stroumsa, un anciano y vital judío sefardita de Salónica, conocido como el 'violinista de Auschwitz'. Stroumsa ha sido, por suerte para todos, longevo. Era ya un hombre, servicio militar cumplido, ingeniero diplomado en Francia y además violinista, cuando acompañó a los otros 70.000 judíos desde aquella magnífica ciudad en el Egeo a los infiernos del campo de exterminio en el sur de Polonia. Fue de los pocos de aquella floreciente comunidad y cultura que vivió para contarlo.

En Madrid ha estado unos días. Tocó un poco el violín y habló mucho, no de los horrores que tuvo que contemplar en sus años de cautiverio, sino de un rosario magnífico de anécdotas que reflejan la sagrada obstinación de supervivencia y de humanidad en aquellos inmensos pozos de terror en que nunca supo cómo y por qué entró. En el castellano ladino que hablaban sus gentes en Salónica, aún 500 años después de la limpieza étnico-religiosa en España, Stroumsa afirma con rotundidad, en respuesta a la célebre pregunta de Theodor Adorno, que sí se puede, pero además se debe, hacer poesía después de Auschwitz. Hacer mucha poesía y música, muchos alardes de humanidad para combatir lo sucedido y lograr que el ser humano vuelva a poder quererse tras lo cometido en su nombre.

Hay, sin embargo, una condición inapelable para que la vida buena posterior al gran crimen no sea indigna. Para que no sea un intento de impostura de lo habido. Es el recuerdo permanente de las víctimas, no sólo para honrarlas, sino para que los vivos y los que habrán de vivir en un futuro puedan hacerlo en dignidad. Stroumsa toca en su violín melodías judías u obras de Schubert y Mozart que ya tocaba en Auschwitz y todas parecen sugerir insistentemente esa frase reiterada, de eco incesante, de que 'la memoria hace mejores a los hombres'.

Su libro Elegí la vida es un canto a esa vida buena en el respeto a la memoria, así como un lamento porque otras almas excelentes, que compartieron la suerte del autor, como Primo Levi o Paul Celan y muchos otros que sobrevivieron a la fiereza del exterminio nazi, no pudieran oír ese canto que él siempre repite. Podría haberles conferido la fuerza para aplacar su añoranza por los muertos y la muerte y los habría hecho optar por quedarse entre los vivos y prestar ante ellos, durante el mayor tiempo posible, su impagable testimonio.

La conciencia de la necesidad de cultivar la memoria del crimen es probablemente una de las grandes revoluciones culturales de los últimos tiempos. Hace tan sólo unas décadas el mandato anestesiante y resignado de la política y la cultura era el olvido. Se ha producido un profundo cisma cultural de unos años a esta parte. En todo el mundo comienza a verse en el recuerdo y en el reconocimiento de la culpa la savia fresca que cura a los pueblos de sus traumas. Y cada vez son más conscientes las sociedades libres de que quienes quieren ocultarnos el pasado o tergiversarlo atentan contra las libertades y la dignidad de todos. No son sólo aquellos que niegan el holocausto u otros crímenes. También quienes destruyeron archivos en los regímenes comunistas, en la cancillería federal alemana de Helmut Kohl o en las oficinas del consejero del Interior del Gobierno vasco. Los culpables de la mentira que se retroalimenta son muchos.

Pese a todos ellos, continúa el avance triunfal de la memoria honesta. Desde Moscú a Suráfrica, pasando por Donosti. Hay miles de ejemplos. En Polonia, sin que el resto del mundo haya otorgado especial atención al caso, se han producido últimamente dos hechos sin precedentes, relacionados con este gran fenómeno político-cultural de la recuperación de la memoria valiente y digna. Por un lado, las fuerzas políticas y la Iglesia católica han reconocido por primera vez el terrible pogromo organizado por polacos contra sus vecinos judíos en el pueblo de Jedwabne, que, aprovechando la invasión nazi, mataron y saquearon vidas y bienes de familias que habían vivido entre ellos durante décadas, cuando no siglos. Todos lo sabían. Nadie hablaba de ello. Hoy se investigan detalles y no se niega lo obvio. La valentía, la necesidad de mirar con claridad hacia unos hechos turbios y terribles, avanza.

También en Polonia, y por primera vez en la historia de Europa Central y Oriental, se sienta en el banquillo un ex oficial polaco acusado de crímenes contra alemanes tras la derrota del nazismo. Porque otra de las mentiras firmemente instaladas durante seis décadas era la que hablaba de una deportación 'civilizada' de los alemanes de los territorios orientales europeos en los que habían vivido durante siglos. En torno a los 15 millones de alemanes fueron expulsados como ganado infecto hacia Alemania durante los últimos meses de la guerra y en los meses posteriores a la rendición nazi. Más de dos millones murieron en aquella operación 'civilizada'. Fueron asesinados, pero además, insultados todos como nazis, calumniados muchos como colaboradores y después condenados al olvido.

Czeslaw Geborski está acusado de matar a hombres, mujeres y niños en el campo de concentración de Lombinowice, que, nada más vaciarse de judíos, polacos y prisioneros políticos, se llenó de civiles alemanes en 1945. Nunca habían reconocido las autoridades de los Estados al este del río Odra que, bajo sus órdenes entonces, se hubieran cometido las salvajadas habidas, muchas perfectamente documentadas, todas perfectamente gratuitas. Durante décadas, toda denuncia de aquellos hechos era tachada invariablemente de alarde del 'revanchismo alemán'. La Polonia democrática da ahora ejemplo de su voluntad de romper con aquel decreto del olvido. Hace falta coraje. Otros muchos deberían tenerlo. Por su propio bien.

Serbia tiene que decidir ahora si entrega a Slobodan Milosevic al Tribunal Internacional de La Haya o si quiere renunciar a la ayuda occidental, pero también a adoptar pasos como el que ahora honra a Polonia. Belgrado parece inclinarse a entregar a Milosevic por 'fuerza mayor' o 'por necesidad perentoria de dinero', con lo que se sugiere un chantaje de la comunidad internacional y se niega implícitamente la culpa que salpica a tantos compatriotas del sátrapa depuesto que lo auparon al poder y colaboraron fielmente en sus aventuras asesinas.

Las sociedades enferman cuando, en su nombre, muchos o pocos de sus miembros cometen masivamente crímenes. Y no curan mientras dichos hechos no se asumen y se lamentan públicamente. Se pudren estas sociedades moralmente bajo las nauseabundas mantas del olvido o la mentira. La incapacidad del luto de que hablaba Alexander Mitscherlich es una enfermedad social que corroe. El sufrimiento propio del ser humano puede deteriorar mucho el carácter. Hay muchos ejemplos de almas damnificadas por el dolor y la autocompasión. Pero la capacidad de entender y aprehender el dolor ajeno, la compasión en el sentido de padecer con el prójimo, enaltece y mejora a la persona como también a las sociedades.

Aquí, en España, tenemos magníficos ejemplos de lo uno y lo otro, de Stroumsas y de enfermos de victimismo miserable, ensimismados impotentes para el luto. Quien no comprende el sufrimiento ajeno acaba considerando su manifestación como una artimaña. Nuestro nacionalista 'moderado' Iñaki Anasagasti quiere olvidar a las víctimas porque emponzoñan el ambiente político en Euskadi. Hay que desactivar a quienes las recuerdan porque molestan. Pero no sólo él echa la culpa de la situación en Euskadi a quienes no se pliegan a la amable invitación a una supuesta armonía que no ha de verse crispada por el recuerdo a los muertos. Y otros culpan directamente a las víctimas del estado de cosas.

Afortunadamente, tenemos muchos violinistas Stroumsa que no dejan de recordar a los muertos y señalar a los vivos que matan, a quienes les entienden, a quienes quieren olvidar y a quienes quieren confundir a la sociedad sobre quiénes son los auténticos enemigos de la democracia y la dignidad de todos nosotros. Sus violines no dejarán de sonar aunque los electores no les escuchen la primera, la segunda o la tercera vez que entonan sus melodías. Éstas seguirán sonando. Ningún cálculo ni voto puede arrebatarles la verdad como nadie puede sustraerle a una melodía de Mendelsohn su belleza.

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