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Columna
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Lennon y Nabokov

Antes todo tenía un borde, un límite, un último minuto; pero ahora no; ahora, en este mundo cada vez más empeñado en mirar siempre hacia adelante y casi nunca hacia atrás, hay un millón de maneras de hacer que continúe o se reavive lo que ya ha acabado. Dentro de poco, mucho menos de lo que algunos creen, la vida no se detendrá tan pronto como ahora, habrá medicinas que la prolonguen casi indefinidamente, que regeneren una y otra vez nuestras células y nuestros tejidos; y habrá también milagros clónicos que harán que, después de muertos, regresemos a nosotros mismos después de nosotros mismos, igual que agua que se evapora y luego vuelve a caer. Eso será divertido: cuando tengamos quince años, podremos recordar lo que hacíamos a los treinta, y cuando tengamos cincuenta soñaremos con lo que queremos ser en el pasado, dentro de mucho tiempo, cuando seamos niños.

De momento, tenemos que conformarnos, sin embargo, con imaginar esas cosas o con que las máquinas las imaginen por nosotros. Las máquinas consiguen que Humphrey Bogart o Marilyn Monroe hagan un anuncio para la televisión; o consiguen que Nathalie Cole cante en un disco o actúe sobre un escenario con la voz o la imagen virtual de su padre. En cuanto a nosotros, algunas personas quieren añadirse a sí mismas a las cosas que les gustan, prolongarlas de algún modo. El que escucha a Mozart o lee a Proust hace que Mozart o Proust no desaparezcan del todo; pero también lo hacen, de un modo más personal y algo más enfermizo, esas personas que acaban de comprar, por ejemplo, en varias subastas, unos poemas inéditos del cantante Jim Morrison o el disco que John Lennon le firmó a su asesino, el mil veces repugnante Mark David Chapman, poco antes de que éste lo matara. Siempre que leo esa clase de noticia sobre coleccionistas que compran unas gafas de Pavese, o la pistola con la que liquidaron al asesino de Kennedy, o la guitarra que usó Jimmy Hendrix en el festival de Woodstock, o un vestido de Lady Di, me los imagino en sus casas con esos objetos, mirándolos fijamente, quizá poniéndoselos ellos mismos. Creo que, en el fondo, esa gente también actúa de esa manera para que las cosas no se acaben del todo, porque ese disco de Lennon o esas gafas rotas de Pavese son para ellos el extremo visible de sus ídolos, la demostración de que nada se acaba nunca del todo, cuando sabemos dónde mirar.

Ahora, un profesor de Literatura de Albacete acaba de meterse en ese mundo de los prolongadores o ilusionistas al ganar un premio que daban la cadena SER y Alfaguara a quien escribiera una narración a partir de una frase de Vladimir Nabokov. La cosa no es nueva: ya se han hecho segundas partes de casi todo, de Los tres mosqueteros, de Lo que el viento se llevó, de La guerra y la paz... Pero no deja de ser curioso saber que ese profesor, Francisco Linares, y las otras mil setecientas ochenta y dos personas que se presentaron al concurso fueron Vladimir Nabokov por un instante; lo fueron nada más empezar a andar por la línea abierta por el autor de Lolita y a partir del momento en que debieron preguntarse: ¿cómo habría acabado él esta historia si lo hubiera hecho de una forma distinta a como lo hizo? ¿Cuáles son las palabras que habría elegido, en qué dirección habría apuntado y qué habría querido decir? Quizá, durante unos días, ellos eran Nabokov, habían escrito Pálido fuego, Ada o el ardor, Risa en la oscuridad..., por las tardes disecaban mariposas y jugaban al ajedrez, eran un hombre huido de la Rusia bolchevique y acababan de darles el pasaporte que les acreditaba como ciudadanos de Estados Unidos, de vez en cuando aún escribían algún poema. El juego se acaba de celebrar en la Feria del Libro de Madrid y, por tanto, Vladimir Nabokov, bendito sea, estuvo estos días en el parque del Retiro, volvió a este lado del más allá, paseó bajo los árboles y junto a las casetas repartido en mil setecientos ochenta y dos cuerpos de personas que aman la literatura, que compran libros, que hacen que quienes escribieron lo que aman no estén muertos del todo. Qué buena idea: nada se acaba si lo quieres lo suficiente como para tirar de ello hacia todos nosotros. Enciendes una luz y la oscuridad se disipa, abres un libro y alguien vuelve a decir por primera vez lo que ya se ha dicho tantas veces.

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