El Madrid real
Su Alteza, que hace honor a su tratamiento con sus casi dos metros de estatura, visitó por primera vez oficialmente la extraña comunidad autónoma que le vio nacer. De padre romano y abuelo segoviano, el príncipe Felipe, cosecha del 68, no había encontrado tiempo en su apretada y predeterminada agenda para acercarse a sus paisanos del pueblo de Madrid, pueblo tolerante e integrador, como subrayó en su salutación, pero históricamente veleidoso e impredecible, que un día grita 'vivan las cadenas' y al siguiente corea el 'trágala, perro' con idéntica convicción y ánimo.
Corren malos tiempos para la heráldica y no caben en ellos, mal que les pese a muchos cortesanos, los fastos de una corte y sus prebendas; la monarquía se tolera y se integra como una imagen de marca y protocolo, desligada por su propia seguridad de los aconteceres políticos, aunque de vez en cuando al amanuense gubernamental encargado de los discursos se le vaya la mano y el regio portavoz acabe empantanado en cuestiones lingüísticas, delicado tema en un Estado plurilingüe que no olvidó las ofensas que a las lenguas y culturas vernáculas infirió su antecesor en la jefatura del Estado, que las mantuvo atadas y bien atadas, maniatadas y amordazadas.
Ya no hay monárquicos tránsfugas ni republicanos en Madrid, proclamaban satisfechos algunos tránsfugas de la izquierda y del republicanismo, que llevan años explicándonos que tampoco existen izquierdas ni derechas, sino un amplio, nebuloso y centrado limbo en el que todo cabe y todo vale, un medio óptimo para el desarrollo de su especie anfibia y oportunista.
En su periplo por la integradora y tolerante comunidad madrileña, las voces espontáneas del pueblo de Madrid que saludaban a Su Alteza no proclamaban su inquebrantable adhesión, ni planteaban reivindicación alguna; la mayoría de las frases que llegaban a los principescos oídos en sus apariciones públicas hacían referencia a uno de los dilemas que quitan el sueño y avivan la polémica ciudadana, en Madrid y en todos los rincones del reino: su presunto noviazgo con una modelo nórdica que porta nombre de desodorante íntimo, Eva Sannum, hermosa y distante como un fiordo. 'No te cases con la modelo de ropa interior', 'Cásate con quien te dé la gana', 'Cásate por amor', 'Cásate conmigo', tales fueron los gritos de rigor que saludaron al heredero de la Corona en su viaje interior, en el que ascendió a las cumbres de Peñalara y descendió a las entrañas de la urbe en un viaje de la tuneladora.
La polémica sobre el presunto idilio puede parecer insustancial y frívola, que lo es, pero sobre este tipo de minucias giraron en el pasado no pocas revueltas y motines populares, guerras dinásticas y pronunciamientos.
Felizmente, cambiaron los usos y costumbres, los siglos y los milenios, y el pueblo soberano tiene, al menos en esta parte del mundo, métodos democráticos y pacíficos para cambiar sus destinos. Los monarcas ya no son señores de horca y cuchillo, sino intérpretes, representantes y diplomáticos de lujo con contrato indefinido.
Los que sí parecen en vías de extinción son los monárquicos de viejo y nuevo cuño, dinásticos o sentimentales que andan estos días enredados en una discusión cuasi teológica sobre la idoneidad para el puesto de la joven escandinava. Una polémica que se populariza en las páginas de la prensa rosa, un piélago erizado de peligros para los vástagos de las casas reales. La prensa rosa y amarilla que labró y sigue labrando la impopularidad de la monarquía británica desde el mausoleo de Lady Di.
En Noruega, tierra de la hermosa Eva, el príncipe heredero, en un golpe de audacia sin precedentes, tiene previsto casarse este verano con una madre soltera, ex compañera de un narcotraficante encarcelado; y en Holanda, los monárquicos se hacen cruces con la reciente incorporación a la real familia de la hija de un ministro de Videla.
El futuro de la institución ya no depende de los políticos, ni de los monárquicos, ni de los republicanos; no es cuestión de ideas, ni de razones, sino de simpatías y de afectos; está en la esfera del sentimiento, que no del pensamiento, de ese sentimiento que manipulan con sumo desparpajo las revistas populares, las favoritas del pueblo y del público lector.
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