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Columna
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Emociones

El Madrid, a la final. Agónicamente, por razones que tienen que ver más con el esfuerzo, sudor y sufrimiento que con la suma de cualidades puramente baloncestísticas. Pero es que también estos aspectos tienen su importancia, mayor aún si cabe cuando todo pende de el fino hilo de un quinto partido. Es probable que el Tau sea mejor equipo, que el talento que atesora su plantilla supere al de los madridistas, pero el Madrid ha mostrado más corazón.

Ha sido y se ha comportado como un equipo caliente, proclive en mayor medida a las emociones, que si bien en algunos momentos restan, en otras resultan apoyo fundamental para poder sobrellevar circunstancias negativas. Fue ese ánimo, esa garra (y Herreros) la que logró que los blancos no se desmontasen ante las constantes y desesperantes remontadas del Tau, un conjunto con más vidas que un gato.

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Tamaño corazón también ayudó a suplir la falta de dirección en cancha provocada por el mal momento de Djordjevic y la inmadurez de Raul López. Acompañó en su soledad a Herreros y, sobre todo, consiguió que Foirest no les mandase de vacaciones antes de lo deseado.

Señores y señoras, esto es un tirador en estado puro, sin conservantes ni colorantes. Por si alguien pensaba que el sábado en Vitoria al francés se le había aparecido la Virgen de Lourdes para encadenar la fantástica serie que demolió al Madrid y provocó el quinto partido, ayer lo repitió, corregido y aumentado por la importancia del encuentro.

Fue una exhibición bárbara, inmisericorde con los madridistas, que asistieron tan desesperados como su público cómo una y otra vez un hombre al que dan ganas de invitar a un plato de alubias era capaz de saltarse y superar la durísima defensa que le aplicaron para levantarse y clavarla hasta seis veces, que por tres fueron dieciocho puñales. Si finalmente no tuvo su recompensa se debió a la entereza emocional del Madrid, ayudada por la mala elección en las tres últimas jugadas de los vitorianos y sin que sea darle la razón a Querejeta, a dos errores claros de los árbitros.

Hasta la aparición de Foirest, el partido había sido de Herreros. Mientras el resto de sus compañeros, a excepción del desconcertante Struelens, no llegaba al mínimo exigible, Alberto mantuvo el tipo e hizo cosas preciosas. Su intensidad, su rabia, en definitiva, su emoción, fue una ayuda espiritual impagable para sus compañeros.

Lo peor que le puede pasar a un equipo es no tener a quien encomendarse, en quien descansar, una mano caliente para descargar la responsabilidad que a veces te atenaza. Herreros siempre estuvo allí donde le vieran, donde están los grandes. Se jugaba mucho en el envite. El año pasado vió la final desde el banquillo. Este año quiere jugarla por encima de todo. A partir del sábado es toda suya.

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