El mago de la imagen
Tony Blair afronta un nuevo mandato con el aval de su carisma y su experiencia
Cuando Tony Blair regresa hoy al número 10 de Downing Street en calidad de primer ministro, un destino difícil de truncar según todos los sondeos electorales publicados sin descanso durante el último mes, su cita con el futuro será distinta a la de 1997. El laborismo había ganado entonces las primeras elecciones generales de los últimos 23 años y era hora de celebrarlo triunfalmente. Blair tenía 43 años y, como todos los recién llegados al poder, se permitió bromear sobre la primera lección recibida: cómo lanzar una bomba nuclear.
Con 47 años y una legislatura a sus espaldas, el líder laborista ya no puede pedir tiempo para mejorar la sociedad británica con la sonrisa de una juventud cada vez más lejana. Debe demostrar que ha aprendido a gobernar y lo único que necesitaba era la posibilidad de seguir trabajando en beneficio del país. Su segundo mandato servirá también para presentar el nuevo rostro del líder deseoso de convencer al ciudadano de que la estabilidad económica y la justicia social componen un binomio mucho más deseable que la eterna pugna entre la derecha y la izquierda, incluso dentro de sus propias filas. Un mensaje de mayor calado incluso que la reforma de los servicios públicos martilleada durante la campaña, puesto que Blair ha pulido por fin su visión política y ha llegado a la conclusión de que su partido puede manejar con pericia la economía sin hundir por el camino el bienestar social.
Tras la puerta de su residencia oficial londinense habrá también, a partir de hoy, un nuevo Tony Blair en el plano personal. Liberado de la presencia de Peter Mandelson, el cerebro de la anterior victoria y dos veces ministro caído en desgracia por creerse intocable, queda por establecer la distancia que le separa ahora de su segundo aliado de peso, Gordon Brown, titular de Finanzas. Al principio de la pasada legislatura, el líder laborista se asombraba de que los ciudadanos le jalearan y asintieran cuando pronunciaba un discurso.
Apoyado en la maestría de Mandelson para lidiar con la prensa y el mayor peso intelectual de Brown, a Blair le tocaba interpretar el papel menor de líder carismático y de profundos valores cristianos que creía en la igualdad social.
La experiencia ganada estos últimos años y, en especial, la soltura con que ha recorrido el país en cuatro semanas, han marcado por fin las distancias con su ministro más poderoso. Brown habrá leído más y capta los detalles económicos sin dificultad, pero Blair sabe arrastrar a la gente. Se ha convertido en un político de raza que aprovecha su popularidad para hacer declaraciones de patriotismo envueltas en la necesidad de no volverle la espalda a Europa. Otro de los asuntos delicados de su nuevo mandato.
Blair quiere pasar a la historia como cualquiera de sus predecesores, pero lo último que desea es convertirse en el líder que perdió el referéndum sobre el euro. Con la ventaja ganada a los conservadores, que han convencido sin quererlo al electorado de que la llegada del euro es inevitable, Blair puede centrarse en la política interna para la que, él lo sabe mejor que nadie, se le ha dado una segunda oportunidad en las urnas.
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