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Columna
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Fraga

Ahora ya se va entendiendo lo de Fraga. Dicen malas lenguas que lo votan hasta los muertos, y que con eso no hay quien pueda. Incluso algún comentarista ha dejado caer la guasa macabra de que, bien mirado, es cosa natural. Pues quién que esté medio vivo va a votar a una momia (política, se entiende). Pero a mí me da que el asunto no va por ahí, por muchas metáforas político-funerarias a que se preste. Veamos, sin apasionamiento, qué puede estar ocurriendo de verdad.

Empecemos recordando que los andaluces, según se ha sabido en un reciente congreso de salud y desigualdades sociales, tenemos menos esperanza de vida que la media nacional. Hasta siete años menos puede vivir un gaditano que un segoviano o que un vasco. ¿Y qué pasa con los gallegos? Nada hemos sabido por esa misma fuente, pero sí por la indirecta de la campaña electoral que prepara don Manuel (Fraga) para su enésima y gloriosa reelección. Y es que, a lo que parece, sus largos tentáculos (de pulpo gallego, naturalmente) alcanzan hasta el extremo sur del continente americano. Y debe de ser en connivencia con las meigas, que seguro están muy subvencionadas, por lo que ha conseguido prolongar extraordinariamente la vida de sus paisanos trasatlánticos. Sólo en Buenos Aires se han computado hasta 473 galleguitos centenarios, todos ellos, presumiblemente, devotos votantes de don Manuel. ¿Y qué tiene eso de malo? Libres son de votar a quien quieran, como todo el mundo. ¿Dónde está el problema? Ah, en que dicen que tales personas no están vivas más que en los registros consulares del Más Allá, y sólo regresan la noche de los muertos vivientes para votar a don Manuel. Habladurías. Nadie ha probado fehacientemente que no existan, al menos hasta el momento. Con tanta subvención como don Manuel derrama por esos mundos, no tendría nada de extraño que las casas de Galicia estén mimando a sus viejecitos, como para conseguir que sean centenarios. Saludable patriotismo, le llamo yo a eso. Y a lo demás, envidia.

Lo que no me aparece bien es que en Buenos Aires, en Montevideo, a todos los españoles nos llamen gayyyegos (así, con esa ye que se dejaron los gaditanos, precisamente, por ayyyá, antes de hacerse porteña y descalabrarse como un desmayyyo del corasón). Lo habrán visto hace pocos días, cuando las protestas sociales en la capital del Plata, por el asunto de Aerolíneas Argentinas. Unas pancartas que decían: 'Gallegos fuera', que es como el 'Yankee go home' que nosotros pintábamos en los arrabales del 68. No me parece justo, ni congruente. Sobre todo por el mal trato implícito que lleva la consigna hacia los galleguitos centenarios. Toda la vida allí, aprendiendo a morir provisionalmente, y ahora 'váyanse'. No es justo. Por lo demás, no me importa. Eso sí, puestos a repartir, que los auténticos gallegos nos cedan a los andaluces algo de su envidiable longevidad, en razón proporcional al menos. Pues a nosotros, como a ellos, nos ha tocado siempre esa plusvalía nacional de ir representando a España por doquier, mientras que los segovianos y los vascos se quedaban en casita. ¿O no es verdad?

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