Culpables
¿Qué pasa cuando tras la reflexión del Día Mundial sin Tabaco y la Semana sin Humo se llega a la conclusión de que hay de dejar de fumar pero, tras intentarlo veinte mil veces con toda seriedad, eso resulta absolutamente imposible? Conozco más de un caso -silencioso, inconfesable, parapetado en una esforzada y secreta autosuficiencia- en el que ese fracaso es una norma. Y he escrito la palabra fracaso con toda la intención. ¿Qué mayor fracaso ahora mismo que el fumar?
La sensación de fracaso, cuando uno no logra controlar una adicción tan estúpida como profunda, autónoma y sesgada, puede ser tan grande que el remedio sea peor que la enfermedad. ¿O no? Habría que preguntar a esos fumadores que saben que son enfermos -por jugar estúpidamente con la virtualidad del humo-, que saben que van al suicidio anunciado -según todos los datos que van apareciendo- y que, pese a haberle dado mil vueltas y tener mil razones para no fumar, ahí siguen, en irrefrenable concubinato con el maldito cigarrillo. Asumiendo vergonzantemente su fracaso, su enfermedad y su definitiva culpabilidad.
Si no costara tanto dejar de fumar, ni habría tanta gente intentándolo, ni toda esa multitud que sabe que se mete el veneno en el cuerpo estaría -a menos que uno tenga la suerte de ser un viva la Virgen de la peor especie- ahora mismo fumando. Porque, para estos fracasados y adictos, fumar ni siquiera es un placer, sino una doble y enfermiza obsesión: la de hacerlo y la de no hacerlo; la del premio y la del castigo; la del bien y el mal, el cielo y el infierno. En cuanto al fumar, no hay matices: o eres sanitariamente correcto o no lo eres. En este último supuesto, el fumador es un hijo de las tinieblas, del vicio, de la insolidaridad, de la debilidad; en definitiva, un Culpable con todo el peso de las mayúsculas. Hoy el gran Culpable es aquel que pudiendo estar sano elige estar enfermo: fumar y enfermedad ya son sinónimos.
Lo más interesante -y desesperante- es que el fumador está siempre dispuesto a reconocer su culpabilidad. No conozco a ningún fumador que no se haya reprochado el origen infantil y fortuito de su desgracia: probablemente el cigarrillo le ofreciera, en aquella iniciación, un sucedáneo de autoestima y un elemento de sociabilidad. Quién sabe por qué se empieza a fumar. Quién sabe cómo empiezan los grandes desastres.
Pero, en este caso, sí que se sabe algo: nadie empieza a fumar si no ve en ello una referencia positiva -y dejo al margen a los más modernos, a esos que consideran que lo más positivo es el mal absoluto y para los cuales, como escribió hace poco Vicente Verdú, el eslogan Fumar mata será un estímulo. La gran paradoja del fumador normal sería la de haber empezado a fumar para integrarse en la sociedad y acabar convertido -por ese mismo deseo- en un proscrito, en un criminal, en un peligro público, en un coste superfluo para el Estado de bienestar, en la misma encarnación del malestar social.
El drama del fumador es también la metáfora de un mundo con tendencia al fundamentalismo: o estás con el bien y la verdad, o estás con el error. Lo peor del asunto es que todo el fumador empezó a serlo para agradar a los demás o agradarse a sí mismo como primer paso para agradar a los demás. El fumador también es, pues, un ser desencantado que sabe que no hay verdades inamovibles y que lo que ayer pareció bueno hoy es malo. Quizá éste sea su gran pecado: el pensar -triste consuelo- que algún día alguien descubrirá en el tabaco, como ha ocurrido con la marihuana, unas propiedades terapéuticas insustituibles. Si esto ocurriera, Churchill, que dijo que 'fumar mata los microbios', volvería a tener razón. Claro que, para eso, habría que empezar por recuperar a los microbios, y quién sabe hoy dónde están.
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