_
_
_
_
OPINIÓN
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La otra muerte de los niños

Cuando la muerte y, en general, la violencia física o sexual convierte a unos niños en protagonistas, se produce un terremoto emotivo. Lo acabamos de comprobar. Nada ha generado más polémica estos días que el fatal accidente de Alba y Cristian, los niños que se ahogaron el otro día en una hoya de la riera de Merlès. Podría parecer que en nuestra sociedad la suerte de la infancia preocupa extraordinariamente. No está tan claro.

Cada vez que una noticia sobre niños provoca impacto social, regreso al libro de Neil Postman The disappearance of childhood (versión catalana: La desaparició de la infantesa, Editorial Eumo). Este libro, que deberían leer todos los maestros y padres sensibilizados con sus respectivas tareas, explica en menos de doscientas páginas (sabias y amenas, con preciosos detalles eruditos) el invento histórico del concepto infancia y su disolución en la sociedad contemporánea. En apretada síntesis, podríamos resumir la tesis de Postman de la siguiente manera: siempre ha existido la niñez como estadio biológico, pero la infancia, entendida com etapa de educación y tránsito hacia la madurez, es una creación renacentista (es hija de la imprenta y, por lo tanto, del libro: una tecnología que obliga a un aprendizaje sistemático y secuencial). Como ideal no cumplido, el concepto infancia se desarrolla hasta cristalizar en el mundo anglosajón en el siglo XIX. Y entra en crisis a finales del XX por la facilidad que comporta el lenguaje televisivo, al que un niño de tres años accede con la misma competencia que un adulto de 40.

La televisión permite a los niños entrar sin cortapisas en el mundo de los adultos. Promueve el apego infantil a las modas textiles, sexuales, sociales o lingüísticas de los adultos. Lo mismo sucedía en la antigüedad y en la Edad Media. Antes de la aparición de la imprenta, los conocimientos que un niño necesitaba para convertirse en hombre se aprendían por ósmosis civil o mediante el lenguaje oral. La niñez biológica terminaba alrededor de los siete años. Los escasos niños que asistían a las escuelas medievales se mezclaban con los adultos. Es sensacional la recreación que Umberto Eco hace de la niñez del protagonista de su última novela, Baudolino (la recomiendo fervorosamente: es casi mejor que El nombre de la rosa). En ella se narra cómo el niño acepta con naturalidad que su padre lo muela a golpes y cómo un ermitaño le enseña a leer mientras le explora los genitales. En los cuadros de Brueghel aparecen niños mezclados con adultos lúbricos y borrachos, de la misma manera que los hijos de los patricios romanos tenían libre acceso a las desenfrenadas fiestas de sexo y comida que Petronio narró con excepcional detallismo.

Sirvan estos ejemplos para introducir dos conceptos, madurez y vergüenza, sin los cuales es imposible, según Postman, la educación y la protección de la infancia. La madurez no debe confundirse con la edad adulta, sino con el ideal de vida adulta que guiaría el proceso educativo. En una sociedad que valora la infancia, el niño es considerado un aprendiz que, frenando los instintos que le impulsarían al juego, se concentra para acceder a la cultura mediante la lectura, que le permite desarrollar su pensamiento secuencial. Durante este proceso aprende a dominar su personalidad. Este dominio es una exigencia intelectual y, consecutivamente, ética (y no a la inversa como generalmente se cree). El niño consigue valorar el esfuerzo y aprende a retardar la consecución inmediata del placer.

Es obvio que hoy en día el concepto de madurez está en bancarrota: en la vida escolar, pero también en la familiar y en la civil. Exceptuando informativos y series realistas, los adultos que la tele expone se comportan como niños mimados. Casi todos actúan ante las cámaras como atontolinados mequetrefes. Se expresan como analfabetos, visten como adolescentes, gritan, babean o exhiben un perfil gamberro. Y viceversa, los niños adoptan en la tele poses de adulto, cantan como veteranos o golpean el balón como profesionales. Las modelos o tenistas de 13 años seducen o compiten como adultas, de la misma manera que el showman de moda en TV-3 llama por teléfono ante las cámaras para chinchar, niño malo, a quien le viene en gana. La televisión ha borrado la frontera entre niño y adulto: todos juegan y rebuznan igual.

Según Postman, la televisión imposibilita la práctica de la vergüenza. Cuando la infancia existía, la vergüenza servía para velar los fracasos, imperfecciones y excesos de la vida adulta. De esta manera, unos determinados valores intelectuales y éticos podían proponerse a los niños que estaban en proceso de formación: hablar bien, apreciar las normas del grupo, aceptar jerarquías, entender la necesidad del esfuerzo, saber retardar el deseo, respetar la intimidad. Estas y otras muchas propuestas son hoy en día imposibles de ofrecer en casas y escuelas: a los tres años los niños descubren por la tele que los adultos no se someten a estos valores. En parte por esta razón, las escuelas están en crisis.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

¿Cómo puede sorprender la aparición en este paisaje de unas niñas asesinas? ¿Por qué nos rasgamos las vestiduras ante la pederastia y no cuando las niñas modelos muestran sus encantos ante las abuelas que ven la tele por la tarde? ¿A qué responde el horror ante el descubrimiento de la inseguridad de los niños en las colonias, cuando estos mismos niños están siendo bombardeados en el salón familiar por incesantes signos de violencia, ferocidad, tontería o lubricidad? Antes de que el lector se apresure a concluir que este artículo es conservador, desearía plantear una última pregunta. ¿Por qué el progresismo europeo, agarrándose al fundamentalismo liberalista, deja siempre en manos de los movimientos ultramontanos la defensa de la ética del esfuerzo, del respeto a las normas sociales y a la intimidad, del sexo respetuoso o del bien hablar? ¿Acaso no son estos valores absolutamente imprescindibles para fundamentar la democracia?

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_