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Columna
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Para Luis

Querido Luis:

Casi nunca he escrito de fútbol, ni de cosas relacionadas con el fútbol; y cuando lo hice no me refería al juego en sí, ni a los enconos sobre su entorno y circunstancias, que tanta pasión levantan.

Recuerdo, Luis, que cuando el Valencia CF decidió levantar la grada lateral este de Mestalla, escribí un lacónico responso en favor del Micalet, la torre civil de mayor prosapia de entre las forales de nuestro viejo Regne, cuya vista me negó la grada al subir sus paredones más arriba de toda prudencia. Después, y a propósito del ascenso del Villarreal CF a la División de Honor presenté excusas como borrianenc por haberles tenido desde tanto tiempo atrás a los naturales de la vecina ciudad como enemigos naturales irreconciliables de una Borriana que invirtió buena parte de la plusvalía naranjera en la patética actitud de mirarse complacida el ombligo. Nadie dijo nada, aunque a veces me empeño en convencerme que por el fariseísmo de coronar Mestalla de hormigón cayó Roig a los pocos días de subir la grada contra el Micalet.

De fútbol, pues, Luis, sé poco. Pero la otra noche, y puesto que inevitablemente lo que ocurra en Mestalla me afecta (vivo justo al lado del estadio, y ya vivía junto a él cuando llegué a estudiar a la ciudad a finales de los años sesenta), cuando el Valencia CF disputaba en Milán la Copa de la Liga de Campeones, me vi envuelto en el torbellino emotivo que se generó entre los valencianos a propósito de un partido de fútbol, y te confieso, que me transformé durante el tiempo que duró el encuentro en un acongojado e inexplicable sufridor arrojado al campo de batalla sin saber por qué razón luchar o sufrir por alguno de los dos bandos.

Tres horas de angustia, de gritos enloquecidos, de ecos del rugir de Mestalla repleto de telespectadores, de silencios catatónicos, de deseos viscerales, de alegrías momentáneas y de pequeñas frustraciones que me volvían extraño para mí mismo ante el televisor... Y entonces, cuando la suerte terrible de los penaltis tenía que dar a unos u otros la victoria o la derrota, que era, claro está, el desenlace alternativo e inevitable del encuentro, vi tu imagen de niño que llegó con ilusión a Milán, hundido en un sincero llanto. Y, después, pruebas de la desolación, la desorientación, una derrota amarga...

Pero mira, Luis, quienes nos crearon aquella ilusión compulsiva debieron contar que perder era una de las dos posibilidades, y, por ello, debían haber tenido preparada una respuesta solvente, y, sin embargo, en la desdicha nos dejaron fríos con nuestra pena. No ordenaron ir a recibir al equipo triunfalmente, no ponderaron que llegar a la final era el mérito, ni siquiera pensaron que para después de una de las dos posibilidades había que tomar decisiones antes, y no fiarlo todo a celebrar la mitad matemática de las posibilidades. Directivos, políticos y figurantes debieron reaccionar prestos ante ese llanto blanco tuyo, Luis, para que de vuelta a tu país una gran fiesta celebrase lo que objetivamente debe celebrarse: estar arriba, entre los mejores, por segunda vez y en años consecutivos. Porque, ves, Luis, estos que nos ponen a sufrir por algo tan digno como es ese inteligente juego que es el fútbol, ni siquiera han tenido en cuenta que para borrar tus lágrimas y las de tantos otros había que celebrar dignamente y por todo lo alto la mitad de la victoria, porque la otra mitad se celebra ella sola. Aún están a tiempo.

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Vicent.Franch@eresmas.net

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