Los grandes viajes de nuestros estadistas
Está claro que hay capacidades que no se improvisan y talentos que no se conquistan ni con perseverancia u obcecación. Los viajes de nuestros 'grandes timoneles' del Gobierno español son una prueba convincente de algo que ya nos confirmaban los clásicos. Resulta que se nos va Josep Piqué, el ministro de Asuntos Exteriores, de viaje por Oriente Medio y nos cosecha una comparación de propia boca entre la resistencia palestina y las actividades nazis de ETA y su gente. ¡Vaya por Dios, que desacierto! El jefe de la diplomacia, tan prometedor él, consigue patinar por superficies perfectamente ignotas y decide articular su peor idea en el peor momento y en el peor lugar. El Gobierno aquí intenta después limitar daños. 'Malamente', como dirían en el Rastro madrileño.
Pero está harto demostrado que todo es susceptible de empeorar. El presidente del Gobierno, Jose María Aznar, se nos lanza a la aventura del estadista global en su visita a Rusia. Va con la sana intención de buscar inversiones y un poco de seguridad jurídica para las empresas españolas en el reino del zar del KGB, Vladímir Putin. Muchas compañías se han retirado de ese mercado porque la omnipresente mafia extorsionadora convierte una inversión en un programa de Al filo de lo imposible.
Pero a nuestro presidente le encantan las compañías con cierto peso, llamémoslo 'histórico'. Y sin duda Putin lo tiene. Ha conseguido con más abstemia, convicción y contundencia que su antecesor, Boris Yeltsin, acabar con los últimos vestigios de la apenas nacida libertad de prensa y pluralidad informativa; ha llenado los pasillos del poder de funcionarios formados en la Liubianka como admiradores de Félix Dzershinski, fundador de la Cheka, y ha instaurado un culto a la personalidad, a la suya, que sería una mala broma si tras él no se hallaran abismos de coacción, miedo y de la tradicional necesidad perentoria de obediencia obligada de los mejores tiempos soviéticos.
Pero, en fin, allí estaba Jose María Aznar, este hombre castellano que ha defendido con cierta coherencia la lucha de centenares de miles de compatriotas suyos en contra del terrorismo, la intimidación, el miedo y la muerte en el País Vasco. Aunque no entienda lo que allí pasa. Pero no entender España en sí es un problema íntimo de todos los españoles, incluidos los vascos. Nos ha pasado y nos pasará. Pero, al parecer, para el pensamiento pucelano los problemas al respecto se multiplican. Y la falta de recursos de esta escuela mesetaria cuando tiene enfrente al irresistible espía ruso, convertido en nueva divinidad democrática, resulta alarmante.
El presidente Putin, que ha bombardeado ciudades enteras, arrasado pueblos, enterrado en fosas comunes a una buena parte de la población civil chechena, que todavía tiene que explicarnos a todos quién puso las bombas en Moscú y otras ciudades rusas que sirvieron de pretexto para su política de tierra quemada en Chechenia, se muestra públicamente satisfecho de la comprensión de Aznar y lo explica diciendo que el jefe del Gobierno español tiene problemas similares en el País Vasco.
La intolerable comparación hecha por Putin no puede sorprender a nadie. Este hombre ha sido formado para la intoxicación, la manipulación y el ejercicio de la presión y violencia sobre sus semejantes. A Putin la vida de un checheno le importa más o menos lo mismo que la de un ruso. Es decir, nada.
Pero el silencio vergonzoso y vergonzante del presidente del Gobierno español ante esta comparación, supuestamente en aras de la armonía existente con el presidente ruso, es un insulto a los vascos, a las víctimas en el País Vasco y a todos los españoles. Tiene razón Putin: los españoles entendemos mejor las matanzas llevadas a cabo por su Ejército de jovencitos malnutridos y maltratados por sus oficiales y su Gobierno porque sabemos de la crueldad gratuita de los terroristas en nuestro país. Pero sólo por eso. Que Putin se confunda es comprensible. Que Aznar calle ante esta afrenta no lo es. Se nos han hecho viajeros, pero, por favor, que no posen de estadistas.
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