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Columna
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Nuestra trinchera

Hace casi dos años, esta columna sirvió como mensajero de una carta a Romano Prodi a la que hice portadora de las inquietudes y esperanzas con que los europeos, y en especial los europeístas, habíamos asistido a su acceso a la Presidencia de la Comisión. Inquietud porque la Comisión, único instrumento de la voluntad metagubernamental, se veía atacada por el implacable virus de la renacionalización que, después de haber infectado de modo permanente el Consejo de Ministros y de haber hecho estragos en el Parlamento Europeo, amenazaba con liquidar la precaria autonomía del Ejecutivo comunitario. La ampliación de la Unión iba a hacer posible que sus Estados miembros recuperasen gran parte del poder perdido gracias a la implosión del órgano que escapaba parcialmente a sus soberanías nacionales: la Comisión. Para ello bastaba con aumentar su nivel de incompetencia, ya que ningún gran colectivo puede funcionar si la ratio entre el presupuesto a gestionar y los gastos de esa gestión es inferior al 2%: lo que sucede en la Comisión Europea. Mi artículo Suicidio programa, al que el portavoz de la Comisión me ha hecho el honor de contestar, llovía sobre ese proceloso mar. Ambos textos reclaman algunas puntualizaciones. La Comisión lleva casi veinte años quejándose de que se le encomiendan tareas sin asignarle recursos que le permitan realizarlas; pero acaba finalmente aceptándolas. Así ocurrió durante la Comisión Santer con la Operación DECOD, que intentó establecer una jerarquía de metas y recursos, y así ha sucedido con la Comisión Prodi y el ejercicio de los peer groups. Pero esta última ha estado presidida por una premisa muy intranquilizadora: que si las tareas pueden reducirse entre el 5% y el 15%, el personal se reducirá consecuentemente; temor que viene avalado por lo sucedido ya en el ámbito sindical (12 puestos suprimidos de los 21 reservados a los sindicatos) y en el científico, donde después de haberse afirmado que la investigación comunitaria debía prevalecer sobre la nacional, la Comisión ha suprimido más de doscientos puestos de esa dirección general y se apresta a confiar a las administraciones nacionales cometidos reservados hasta ahora a la Comunidad. Lo mismo sucede con la externalización de quehaceres considerados secundarios (en marcha ya desde hace años), que, según el Informe Andersen, alcanza el 55% de las tareas que competen a la Dirección General de la Administración y que no parece fácil ni deseable extender indefinidamente. Por lo demás, pretendergeneralizar las experiencias de externalización institucionalizada cuando el balance de los BAT (oficinas de asistencia técnica) fue tan negativo, o cuando incluso el de las 12 agencias exteriores hoy existentes no ha sido tan feliz, no puede menos que alarmar. En cuanto al modelo de carrera lineal que se propone, el gusano está dentro. Dejándonos de categorías, grados y escalones, digamos sólo que el decurso desde el nivel de base a la cúspide (que ahora puede hacerse en 14-16 años) requerirá 40 con la nueva fórmula. Por lo que toca a la retribución, su alineamiento con los salarios de los Estados miembros (que no lleva en vigor 10 años, señor Faull, sino 27, desde que la introdujo en 1974 la Comisión Thorn llamándola método de adaptación de las remuneraciones, que se renovó en 1981 y en 1991 con un gravamen a cargo de los funcionarios del 5,83% del salario) se ha prolongado hasta el 30 de junio del 2003. Para entonces se habla de eliminar esa contribución salarial, pero suprimiendo simultáneamente gran parte de las indemnizaciones, pluses, dietas y prestaciones que constituyen la columna vertebral de la función pública europea. Jonathan Faull me recuerda -de la mano de Darwin- que para sobrevivir hay que adaptarse. De esa misma mano quiero recordarle que el pez gordo se come al chico, y que, para los partidos nacionales (que mandan en el Consejo a través de los Gobiernos nacionales que mandan en el Parlamento Europeo -cuyos candidatos designan y cuyos parlamentarios encuadran- y que mandan incluso en la Comisión -cuyos comisarios proponen, imponen y vigilan-), la Administración comunitaria es un pececillo insignificante. No para usted y para mí, señor Faull, que estamos en el mismo bando: para nosotros, la Comisión es nuestra trinchera, la última que le queda a Europa.

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