Música de cámara
Ciclo de Solistas Internacionales
Boston Symphony Chamber Players. Obras de Mozart, Janácek y Brahms. Palau de la Música. Valencia, 22 de Mayo.
La actuación de los primeros atriles de la Sinfónica de Boston demostró, una vez más, que la música de cámara requiere de los intérpretes unas habilidades y una experiencia específicas. Cualidades, todas ellas, que no están siempre garantizadas por un buen historial dentro de las formaciones sinfónicas. En la sesión del martes, ni el cuarteto de Mozart, ni el sexteto de Janácek, ni en el noneto de Brahms tuvieron la limpieza, la calidad y la trabazón de sonido que, sin ser atributos exclusivos de las pequeñas agrupaciones, resultan en ellas especialmente necesarias. Mozart, en una obra donde la intervención de la flauta añade poco a la concepción global de la partitura -es conocido el escaso interés del salzburgués hacia ese instrumento- sonó poco perfilado, escaso de empaste entre los miembros del grupo y -eso sí- bien ajustado métricamente. El K.285 fue escrito por encargo, a instancias de Ferdinand Dejean, y sigue la disposición habitual que tienen en esta época los cuartetos con un instrumento de viento, donde éste suele ocupar el ámbito otras veces reservado al primer violín. El flanco más débil de la partitura se debe quizás a la imposición externa de un timbre, que en ocasiones se traduce en una cierta indeterminación en los aspectos de color. Todo ello se hace más palpable cuando al desinterés hacia el instrumento (confesado por el propio compositor) añadimos la sonoridad áspera del solista. A Jacques Zoon, sin embargo, no puede negársele el acierto en cuanto a agilidad y afinación.
Mládi (Juventud), escrita por Janácek en 1924, gustó por el vigor rítmico y la frescura de las melodías superpuestas. Con todo, los seis instrumentos de viento lucieron un timbre bastante ácido, del que sólo parecía escapar el clarinete bajo y, hasta cierto punto, el fagot. Los músicos de Boston confundieron, quizás, lo punzante -bien presente en la partitura- con lo chillón. Mucho más conseguido estuvo, por el contrario, el hermoso andante sostenuto, donde hubo ecos de Dvorák y anticipos de Stravinski.
Se interpretó en último lugar la partitura más sustanciosa de la velada: el Opus 11 de Brahms (Serenata nº1), que ya en origen fue concebida para noneto, aunque después el propio compositor la transformara en pieza orquestal. Se trata de una bellísima obra donde al cuarteto de cuerda se añaden fagot, trompa, flauta y dos clarinetes. Encontramos en ella la típica predisposición brahmsiana hacia los tonos oscuros de la viola y la trompa, que tienen aquí un papel sustancioso y envuelven siempre, con sonoridad sombría, lo que en un principio podía parecer una pieza pastoral. Pero el equilibrio entre los colores instrumentales y la delicadeza en el fraseo no acabaron de cuajar en la versión de los solistas bostonianos: sólo en el adagio central lograron el sonido menos agresivo y la elaboración más refinada que exige siempre la música de cámara.
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