¿Tierra de acogida?
Hace unos días, los Reyes de España inauguraron en Madrid la exposición Catalunya, tierra de acogida, patrocinada por la Generalitat, en presencia de su presidente y de otras personalidades. En el acto, Jordi Pujol pronunció un discurso cuyo texto reprodujo EL PAÍS en sus páginas de opinión el pasado día 14.
A Pujol los discursos en Madrid se le dan muy bien. Sabe encontrar un tono abierto, claro y tenuemente reivindicativo que allí gusta. En realidad es el formato de discurso idóneo para que sea comprendido por los nacionalistas españoles. Pujol habla de Cataluña como un todo orgánico, un sujeto colectivo, de la misma manera que los nacionalistas españoles -desde los regeneracionistas y los hombres del 98 hasta Laín Entralgo o Marías- hablan de España, esa 'unidad de destino en lo universal', vacuo concepto acuñado por Primo de Rivera, intertextualizado de Ortega que, a su vez, se había inspirado en Max Scheler.
La exposición 'Catalunya, tierra de acogida', presentada en Madrid, adolece de ofrecer una versión organicista de esta comunidad: más que tierra de acogida, Cataluña es un país normal, que necesita mano de obra barata para prosperar
El discurso de Jordi Pujol contenía todos los ambiguos tópicos -míticos e incomprensibles- que la ocasión requería: Cataluña ha sido desde hace décadas y siglos tierra de acogida 'sin descomponerse, y al propio tiempo portadora de un mensaje que la trasciende'; todo ello manteniendo la identidad, la convivencia y 'abiertas sus ventanas al exterior' (¿hay ventanas abiertas al interior?); esta exposición tiene por objeto no sólo dar a 'conocer Cataluña al resto de España en su realidad, sino también en su sueño y en su ambición, en su demanda y en su compromiso'. En fin, el típico mensaje esencialista, convivencial y con apariencia de modernidad que usa Pujol en los actos solemnes ante personas que él probablemente denomina 'forasteros'.
Ahora bien, la pregunta es: ¿cuál es la verdadera realidad de Cataluña: somos tierra de acogida o, simplemente, somos tierra de inmigración; es decir, somos una sociedad que necesita fuerza de trabajo barata y, de acuerdo con las leyes del mercado, la encuentra? Si acogida implica cordialidad, la mera inmigración por razones económicas tiene un tono más severo e implica dificultades, penuria, una buena dosis de rechazo y hasta de exclusión.
En el inmediato pasado, tenemos el recuerdo de la inmigración de las décadas de 1950 y 1960, nada ejemplar, por cierto. Hasta bien entrados los años sesenta del siglo XX podemos recordar el barraquismo y los suburbios desestructurados de Barcelona, los guetos de las ciudades de su área metropolitana, las lúgubres afueras de tantas otras ciudades y pueblos de Cataluña. Quedan como principales testimonios escritos los libros de Paco Candel y los reportajes periodísticos de José María Huertas Clavería. A aquello no se le podía llamar acogida, sino inmigración pura y dura: seres humanos tratados como simple mano de obra que la industria y los servicios necesitaban. Situación que, con los años, sin duda ha cambiado debido a la prosperidad general, a los progresos en enseñanza y sanidad y, muy especialmente, a la ejemplar actuación de los ayuntamientos democráticos que han sabido humanizar en lo posible, mediante el urbanismo y los servicios sociales, barriadas inhabitables y tristes ciudades dormitorio.
Ante la inmigración actual, todavía poco intensa pero en continuo crecimiento, no creo que la realidad y las expectativas sean mucho mejores. Todos conocemos la discriminación de que son objeto los inmigrantes actuales. Lo ponía de relieve el excelente reportaje de Empar Moliner publicado hace unas semanas en EL PAÍS. El barraquismo del pasado ha sido sustituido por el neobarraquismo de los sin techo y es una triste realidad, de claros ribetes racistas, las dificultades para alquilar una vivienda por la negativa de los propietarios a arrendar pisos -aun a precios altísimos- a los inmigrantes. Hagan la prueba: si las empresas que se dedican a este negocio reconocen acento extranjero en el que llama por teléfono le dicen que el piso ya está alquilado; si el acento es catalán o español, le dan toda clase de facilidades.
Ahora bien, ¿tenemos la culpa de ello todos los catalanes, es decir, este cuerpo -místico, por supuesto- al que alude Pujol cuando pronuncia la palabra Cataluña? En absoluto, ya que el cuerpo -místico, por supuesto- no existe: existe la diversidad, los ciudadanos y ciudadanas, cada uno de ellos con su responsabilidad individual. Hay catalanes racistas y no racistas, hay sinvergüenzas que se aprovechan de la desgracia y la miseria y hay ciudadanos que procuran ayudar en lo que pueden a los que se hallan en dificultades. Somos un país normal, es decir, plural, con personas y actitudes diferentes y opuestas, no somos un todo homogéneo. No añadamos, a los muchos que ya nos atribuyen, otro nuevo mito, otro falso hecho diferencial: un país de acogida, es decir, de generosa cordialidad con los inmigrantes. No, no som els millors, como nos recordaba con irónico sarcasmo el gran Salvador Espriu. El discurso de Pujol y -probablemente, porque no la he visto- la exposición de Madrid son una autocomplaciente novela rosa sobre una realidad dura y amarga, la de un mundo globalizado donde el foso entre ricos y pobres es cada vez más profundo. Quizá porque se escondía tan amarga realidad es por lo que el discurso de nuestro presidente causó tan grata impresión a quienes le escuchaban.
No obstante, no todo es negativo en dicho discurso. Pujol no sigue una corriente del nacionalismo catalán -de derechas y de izquierdas- que rechaza la inmigración y, en casos, se muestra abiertamente racista: el doctor Robert, Casas-Carbó, Prat de la Riba, Pompeu Fabra, Daniel Cardona, Batista i Roca, Vandellós, Rovira i Virgili, Gabriel Alomar, entre otros, son ejemplos ilustres. Un interesantísimo artículo de Antonio Santamaría en la revista El Viejo Topo de este mes lo documenta sobradamente. Las opiniones de Marta Ferrusola y de Heribert Barrera tenían numerosos precedentes.
Pujol se distancia claramente con su discurso de esta orientación y, fiel a su posición de hace muchos años, se muestra partidario de la integración. Tímido paso adelante ideológico, con una visión optimista muy alejada de la realidad.
Francesc de Carreras, es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Integración social
- Heribert Barrera
- Marta Ferrusola
- Relaciones autonómicas
- Opinión
- Nacionalismo
- Inmigrantes
- Gobierno autonómico
- Política social
- Cataluña
- Inmigración
- Política exterior
- Migración
- Racismo
- Política autonómica
- Comunidades autónomas
- Discriminación
- Ideologías
- Demografía
- Delitos odio
- Administración autonómica
- Cultura
- Delitos
- Prejuicios
- Política