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LA CRÓNICA
Columna
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...de una muerte anunciada

Millàs es una aldea situada en un rincón amabilísimo, muy discreto, del Empordà. Una pequeña maravilla. Una de las últimas que le quedan a este país. Va a desaparecer. Ha sido condenada a muerte por la inagotable voracidad del sistema de vida que nos hemos dado. Permítanme, amigos, que deje constancia de ella (¡la volátil constancia de un papel de periódico!). Excúseme el lector hastiado de elegías. Y excúseme el sensibilizado, pues va a tener que colocar una nueva cruz en su ya repleta mochila de causas perdidas.

El territorio del que Millàs forma parte es una especie de isla alargada, oculta por los bosques allí donde el Gironès y el Empordà se confunden. Es un territorio abrigado y claustral. Parece un útero, abraza como una madre. Un territorio muy tranquilo, aunque a dos pasos del bullicio costero. Lo he descrito aquí mismo otras veces. No quita el hipo su belleza. Pero, en su compañía, el alma se serena. Pequeños bosques, tierras de labranza, un riachuelo feliz, olivares, algún viñedo, ondulados promontorios, valles en miniatura. Para llegar a esta zona hay que salir de la carretera de Girona a Palamós a la altura de Bordils y adentrarse por una pequeña vía que conduce a Sant Martí Vell. Desde esta población hasta Monells, Cruïlles y Sant Sadurní, no hay un palmo de terreno que no merezca ser saboreado. No corran, por favor. La calzada es estrecha y, siendo el paisaje tan ameno, es fácil perder el control del volante. Pronto llegaremos a Madremanya, una solemne población rústica que corona a la manera toscana un suave promontorio.

Millàs es una aldea remota del Empordà, todavía virgen. Un plan de urbanización la amenaza sin vuelta atrás

El color de las piedras de las casas de Madremanya es de oro viejo. Una piedra humilde, que se desconcha fácilmente. Las viejas casas se compran, sin embargo, al precio de oro nuevo: 140 millones piden por la única que está en venta. Cuando yo era un niño, en mi pueblo, La Bisbal, capital mercantil de este territorio, muchos no habrían aceptado una casa de Madremanya ni en forma de regalo: entonces la carretera no era más que un sendero, frecuentemente embarrado, de tránsito imposible. Tampoco llegaba la electricidad. El agua corriente no existía. La electricidad llegó en 1967 (un año antes de la revolución progre) y el agua no manó de los grifos hasta 1984, reinando ya Pujol y Felipe. De vez en cuando la pequeña carretera permite divisar perspectivas más allá del claustro que forman los valles: la grandiosa barriga del Montgrí, los gigantescos pétalos pirenaicos. Es más intensa y cercana, sin embargo, la sensacion de abrigo que producen Les Gavarres. Se alzan aquí mismo: forman la espalda de este delicioso territorio. Un ensimismamiento de montañas mudas y espesas.

Situados en Madremanya, podríamos subir hasta el santuario de Els Àngels, donde las panorámicas son infinitas, con permiso de la luz (será de cristal, si sopla ligeramente tramontana). Desde Els Àngels se ve sonreír el mar y se contempla entera la famosa llanura ampurdanesa, especialmente su perfil sureño, con sus pueblos, ondulaciones y sembrados; y con el Ter serpenteando hacia la desembocadura escoltado por un ejército de chopos y plátanos. Pero no subimos a Els Àngels y, desde Madremanya, descendemos muy suavemente hacia Millàs, el punto más dulce de este pequeño territorio: una aldea situada en el centro de un valle en forma de plato. Puede saborearse desde la carretera. Es un plato de postre. Dulcísimo. La aldea de Millàs conserva el aspecto de núcleo medieval: una única calle surgiendo del castillo. Quince casas, apenas. El castillo es de cuento de hadas. La antigua torre fue coronada con un gracioso sombrero de cerámica bicolor. Verde y blanco. Millàs pertenece a Madremanya, cuyo Ayuntamiento ha decidido convertir en suelo urbanizable una enorme porción de terreno, que doblará sobradamente el espacio que ahora ocupan las casas, contrariando la ley, al parecer, que prohíbe sumergir, de golpe y porrazo, un pueblo en un mar de casas nuevas.

Fue Ronie quien me habló del próximo desastre. Se instaló hace unos cinco años con su esposa Janet y su hija en la última casa del pueblo. Dan clases de inglés en La Bisbal y conviven, en Millàs, entrañablemente, con los vecinos de siempre, con el pastor, por ejemplo. Opinan que los hijos de Millàs o Madremanya deberían poder construir casas nuevas para poder quedarse, pero que esta colosal urbanización destrozará el valle por completo. Visito al alcalde de Madremanya. Paso con él un par de amenas horas de agradable cháchara. El tipo merece una crónica, como la merecen todos los payeses que han vivido el fenomenal cambio de civilización de los últimos 50 años. El alcalde Marquès es uno de los más veteranos del país: 42 años de ejercicio. Franquista por obligación y pujolista por sentido práctico. Hablamos de mis muertos, que él conoció. Y de los tiempos en que Madremanya y Millàs eran el culo del mundo. Ahora son un paraíso muy caro. Se queja de que los jóvenes no pueden quedarse. Las viejas casas son ahora segundas y lujosas residencias de forasteros. Puesto que la ley protectora de Les Gavarres impide construir casas nuevas, es obvio que hay necesidad de terrenos urbanizables. El objetivo -afirma- es crecer y rejuvenecer la población. ¿Cómo no van a querer crecer ellos -me digo- si es consigna universal? Urbanizar, sin embargo, es destruir el paraíso. '¿Qué paraíso? -pregunta-. ¿El de las casas a 140 millones?'. ¿Alguien tiene una respuesta? Los colmillos de los constructores están ya salivando. Agotados los grandes negocios de la costa, los colmillos de cemento apuntan a la yugular del Empordà rural. Bello, caro y, por lo tanto, muy rendible. El pujolismo no ha pensado nada para en estos pueblos. Veinte años atrás empezaron a convertirse en lo que ahora son: una escenografía habitada casi en exclusiva por gentes de la tercera edad. La fama de su belleza les ha colocado en el matadero, dóciles presas para el sangriento festín de la especulación.

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