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Columna
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Tereto

Decía Milan Kundera que si la Cultura se ha transmitido a lo largo del tiempo ha sido gracias a los traductores. Se refería a la transmisión -hago especial hincapié en ello- y no a la creación, aunque a muchos de los grandes traductores hay que reconocerles que en ese traslado de un idioma han llevado a cabo un esfuerzo y un acto de amor a la obra traducida con un merecimiento que me recuerda aquella descripción tan graciosa que escuchó José Emilio Pacheco a Manuel Scorza: 'Es verdad que el dinero no da la felicidad, pero da algo tan parecido a la felicidad que sólo un especialista podría distinguirlo'. Pues bien, no sólo debemos a los traductores la transmisión de la cultura, sino, en diversas ocasiones a lo largo de los tiempos, el grado de creatividad necesario para terminar de hacer admirable la obra traducida para acercarse de tal modo con su re-creación -porque eso se obliga a ser, aun en el mejor de los casos- al original que haga pensar que sólo un especialista pueda distinguirlos. No se trata del mismo asunto ni del mismo campo, pero confío en que la intención con que cito la ingeniosa frase de Scorza quede clara.

Pero es que la importancia del lenguaje es tan grande que nos hace humanos. La construcción de un código llamado lenguaje es nuestra única diferencia sustancial con el resto de reino animal. 'Somos animales lingüísticos, y es este atributo el que como ningún otro forma soportable y fructífera nuestra efímera condición'. En nuestro país vivimos una eclosión de deseo por las lenguas extranjeras, pero es tan interesante como engañoso. Su preeminencia social es sobre todo de orden comercial. Sin embargo, ha sido el contrato, el intercambio, lo primero que ha acercado pueblos y lenguas. Lo que es de esperar es que, mientras existan aquellos que son capaces de apreciar la belleza y el conocimiento en varios idiomas, siempre habrá un hueco para intercambiar algo más que mercancías. Y sospecho que los traductores seguirán siendo por mucho tiempo la correa de transmisión de la cultura, o de esa parte de la cultura escrita, porque el término es cada vez más abarcador, que no confunde valor con precio. A ellos les corresponde buena parte del peso del valor, si es que se dedican a su oficio con la mezcla de profesionalidad y vocación con que lo han hecho y lo vienen haciendo los mejores.

Hace unos días que falleció en Madrid Esther Benítez, Tereto para sus muchos amigos. Se fue, ciertamente, pero nos deja una labor personal que no será fácil que caiga en el olvido. Quizá usted, lector, vuelva ahora a las páginas de respeto del libro y encuentre esta leyenda: 'Traducción de Esther Benítez'. No será difícil, porque era una destajista de la traducción, con muchas virtudes y bien pocos defectos. También es probable que encuentre su nombre en la relación de copys del libro, porque se dedicó con verdadera obstinación a defender el derecho de los traductores a cobrar royalties por sus obras. Si, en general, muchos autores -sobre todo literarios- han logrado emanciparse del voraz sentido de la propiedad de las empresas editoras, los traductores pelean y siguen peleando por un reconocimiento de derechos de propiedad que, hoy por hoy, sólo obtienen unos pocos. Yo mismo me he enfrentado, incluso en público y con dureza similar por ambas partes, a Esther Benítez por esta causa: no debido a la legitimidad del asunto -que me parece incuestionable-, sino a los límites de su uso. Pero lo de ahora es decir que el reconocimiento actual del traductor debe bastante a la obstinada militancia de Esther Benítez. Dedicar unas palabras a Esther Benítez es hacerlo al afán por la lealtad a una noble causa: la de la literatura que ella amó siempre y a cuya difusión dedicó una buena parte de su vida. Creo que unas palabras de George Steiner, tan atento siempre a ese acto extraordinario de la traducción, serían las adecuadas para acompañar estas líneas de recuerdo y adiós: 'Sin traducción habitaríamos provincias lindantes con el silencio'.

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