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Columna
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Lo nuevo es crimen

Lo nuevo ha adquirido la misma categoría que el mal. No se conocía este fenómeno desde hace más de dos siglos. Con el nacimiento de las Luces y el triunfo de la individualidad apareció el concepto de gusto, la crítica del arte, la plusvalía de lo innovador. Hasta hace muy poco toda aportación artística se consideraba interesante si constituía novedad. Lo nuevo tenía el significado de lo interesante y se equiparaba a aquello que pertenecía a lo más verdadero o inocente. Hoy, sin embargo, lo nuevo es del orden de lo criminal.

No importa a qué terreno se refiera su condición. Todos los objetos nuevos parecen nacidos de algún medio inhumano, con la connotación de un origen diabólico que puede dañarnos y extender su maldición. Los muebles nuevos, las ropas nuevas, los coches nuevos que antes servían como signos de estatus se convierten hoy en artículos vergonzantes, cosa de advenedizos, revelaciones de una situación sin afianzar. Todavía durante los años setenta del siglo XX se apreciaba el poder de lo que era o parecía nuevo. Se anunciaban abrillantadores de coches con la facultad de hacer creer recién estrenada una carrocería, se promocionaban limpiadores y aerosoles que cambiaban el polvo por brillo. Actualmente, por el contrario, lo que irradia, fulge o relumbra provoca denegación. Los muebles barnizados, los pavimentos pulidos, las ropas de seda delatan decadencia. Casi cualquier sentido estimulado por un atributo de lo nuevo, desde el tacto a la vista, reacciona negativamente a la sensación. Frente a la superficie bruñida se prefiere la materia rugosa, frente al destello de lo recién comprado se impone la prenda usada, el mueble adobado por la usura, los ambientes por donde ha transitado la experiencia.

Los jóvenes fueron los primeros, a través de una insignia generacional como fue el vaquero, los primeros en elegir el aspecto desgastado, pero después esta elección se ha extendido como una cultura a todo lo existente. El fin de la historia, el fin de la ciencia, el fin del arte, el fin de la política, no son otra cosa que cierres espaciales e ideológicos dentro de los cuales los productos, las ideas, los deseos, se recuecen para convertirse en objetos de segunda mano. No es extraño tampoco que en esta época se haya registrado tanta sensibilidad para los plagios. El plagio ha existido siempre, pero ahora es intolerable porque trata de presentar como nuevo, lo que ya lo fue. La regla ahora es presentar lo viejo como viejo y lo nuevo como conocido: no lo usado como nuevo, ni lo preexistente como a estrenar.

Todo lo nuevo es del orden del mal. A un lado se encuentran los escaparates de la última moda y a otro los mercadillos de prendas usadas, los vintage, las almonedas. Sobre los primeros crece un relumbre de maldad, un relente unido a la maldición del lujo y el dinero mientras de otro lado se encuentra la humanidad. La ecología no es sino el patrón de lo más viejo del mundo y sin embargo bañado de felicidad. Contra ello, el progreso de nuestros días introduce transgénicos, patatas, maíz y berenjenas completamente nuevas, desconocidas, lujosas, bellísimas, que contienen la semilla del mal. Cualquier cosa nueva que aparece, desde los tejidos artificiales a las complejas chucherías para los niños, parece sobrevenir de un pacto con las energías del mal.

El progreso tuvo un tiempo prometedor sobre el que se encabalgaron con entusiasmo movimientos futuristas y constructivistas. La máquina, el motor, la velocidad, eran sustancias estimulantes que se asimilaban con una vida mejor o con una vida constructora de más. Hoy, sin embargo, lo nuevo nos golpea como una agresión inoportuna, como una presencia patológica, exactamente como un cuerpo extraño que circulará dentro de nuestro organismo histórico a la manera de una creación del mal.

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