El toro del rabo fláccido
El primer toro se desplomó y no había forma de levantarlo. Le tiraban del rabo y nada. Eso debió de ser porque lo tenía fláccido. Seguro. Dónde se habrá visto que a un toro le tiren del rabo y le traiga sin cuidado. Ni un toro ni nadie se deja tirar del rabo porque sí. Póngase en su lugar.
Lo más raro de todo es que ese toro, hierro Fermín Bohórquez, sacó un trapío de los de aquí te espero. Serio como un carabinero de los tiempos de la República, pegaba unas embestidas tremendas, las que son propias de los toros de casta brava. Como para irle tirando del rabo o tocándole lo del día de la boda. Y, de repente, cataplum: se vino abajo. Y ya no volvió a ser persona (dicho sea con perdón y mejorando lo presente).
Fernando Cepeda se ponía bonito para darle los derechazos al tullido animalito (así cualquiera, claro), y no lograba sacarlos completos pues se le desplomaba exangüe y en una de esas ya ni se pudo levantar. Peones asumiendo la función de la grúa le tiraban del rabo para arriba y les habría dado igual tirar para abajo. El toro, ni se inmutaba. Acudió finalmente el peón que llaman cachetero, le pegó el cachetazo y el pobre toro pasó a mejor vida.
Saltó a la arena otro toro del hierro Fermín Bohórquez, que padecía la invalidez del anterior, y lo devolvieron raudo al corral. Todos los toros eran del hierro Fermín Bohórquez, efectivamente, pero sólo pudieron lidiarse dos ya que los restantes padecían la mencionada invalidez y fueron devueltos previa airada exigencia del público. Qué bochorno, don Fermín. Para ese viaje uno no viene a la feria de San Isidro; mejor se queda en casa viendo la televisión.
Los sobreros, cada uno traía el hierro de su padre y de su madre -es natural- de manera que hubo en la arena toros de cuatro ganaderías distintas. Todo un muestrario de trapíos y de linajes que permitieron al publico gozar de la contemplación de bien conformadas láminas y harto armadas testas. Las testas -es justo precisar- venían coronadas en todos los ejemplares que pasaron por el barrizal venteño -titulares y sobreros-, de unas cornamentas desarrolladas y astifinas, poco usuales en otros pagos. Un dato significativo.
Los toros válidos de don Fermín le correspondieron a David Luguillano, que hizo derroche de pinturería. Este torero, a poco que le prenda la inspiración, se desmadra. Para decirlo pronto: su toreo es un puro desmadre, lo que no significa que repugne a las reglas del arte. Antes al contrario, las ejecuta con pureza David Luguillano, y en sus dos faenas, desgarradas y casi hechas a empellones, las derramó hasta el derroche.
De manera que junto a un astroso pase venían otros hondos, emotivos, ejecutados en perfecta ligazón, y engarzados a preciosos muletazos de remate o de recurso; entre ellos, los de pecho, los del desprecio, las trincherillas, los cambios de mano; en fin...
Su primera faena fue variada; su segunda la limitó a los derechazos, dentro de cuatro repetitivas tandas de aleatoria compostura, más otra de naturales a petición del público, que salió ful. Hubo petición de oreja para Luguillano, lo que constituía una exageración, por lo que el premio quedó en vuelta al ruedo y gracias.
José Luis Bote, con un sobrero reservón y otro noble de corta arrancada, estuvo excesivamente precavido y ni siquiera apuntó la torería que lleva dentro, Cosa rara en este torero cabal. A Cepeda, que meció unas verónicas excelentes, el segundo sobrero de la tarde -que hizo cuarto- le salió también inválido y ya es mucha casualidad. Ocurrió casi lo mismo que en el primero. Compareció mirando tablas, pegando arrancadas y perpetrando arreones, cuando, de súbito, le dio el patatús. No era lógico con aquel temperamento y aquella cara de pocos amigos. O sea, que no entiendo tanta invalidez. A mí que me lo expliquen.
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