Puerta grande para Javier Valverde
El debutante salmantino Javier Valverde salió a hombros por la puerta grande y ahí queda eso. La puerta grande estaba abierta para él. Son cosas del destino. Únicamente tenía que hacer el esfuerzo -arrimarse, por ejemplo- y correspondió con creces.
En circunstancias normales, pues no: quizá la puerta grande se la hubiesen dejado cerrada. Pero el público había cambiado. Los días de novillada, los abonados isidros suelen regalar la entrada; se ve que eso de ir a las novilladas es de mal tono para un isidro abonado. Y la plaza adquiere otra fisionomía, los tendidos se llenan de jolgorio, llegan gentes que no vieron jamás un toro ni en fotografía. Y, ya que está ahí, la afición habitual e impenitente se pone a alternar con las personas del entorno de los isidros abonados; los hijos y las nueras, por ejemplo; la secretaria, el mecánico, el jardinero, el ayuda de cámara, el pinche de cocina, el somelier, el vallet... Los madrileños ya se sabe cómo son.
Las orejas las pidió este nuevo público con pasión y el presidente las concedió con mucho gusto. Los presidentes tienen una mina con eso de las orejas: regalarlas no les cuesta nada y encima quedan de cine.
Javier Valverde había entrado a quites y le estaba haciendo al tercer novillo, de encastada nobleza, una faena valiente. Se echó la muleta a la izquierda y por ahí el toreo le resultó peor en todos los sentidos. Uno, porque le salía algo astroso; dos, porque en uno de los muletazos se paró el novillo en el centro de la suerte y lo empitonó de mala manera.
No se arredró Javier Valverde sino que siguió dando derechazos y luego las emblemáticas manoletinas; un muletazo de origen bufo que la mayoría de los isidros no habían visto nunca y desde que se recuperó hace cuatro días lo llaman 'el pase de la muerte'. Jopé con los isidros. A mayor abundamiento, el novillo trompicó a Valverde al entrar a matar, al público estuvo a punto de darle un soponcio por eso, y entró en delirio.
Volvió Valverde de la enfermería para matar al sexto (sólo llevaba un puntazo) e instrumentó los mejores muletazos de la tarde: una tanda de naturales reunidos de verdad, hondos sin tacha, artísticos y emotivos. El novillo sacó el genio inherente a la casta y no facilitó la faena, que Valverde realizó con altibajos pero siempre valerosa y emotiva. Y como cobró un estoconazo, se ganó una oreja, que sumada a la anterior, daba suficiente para abrir la puerta grande.
Al mexicano Leopoldo Casasola le ocurrió lo contrario que a Valverde: no le aplaudían nada. Cierto que toreaba empleando formas poco estéticas, pero lo ejecutaba en pureza. Son cosas que ocurren: hay toreros que se ponen bonitos y realizan un toreo ventajista, mientras los hay que se ponen feos y resulta que están interpretando el toreo auténtico. Casasola, feo y retorcido, se traía al toro toreado de delante, ligaba los pases. Y, a pesar de ello, le pegaban broncas. Como si fuera el jefe del ejército de ocupación, pobre hombre. En el cuarto, pese a la violencia del animal, citó cruzado al natural, cargó la suerte al ejecutarlo y sufrió un volteretón terrible. Se lo llevaban las asistencias cuando se deshizo de ellas, regresó ensangrentado hecho un Cristo, acabó hecho un jabato con el novillo y se marchó a la enfermería por su propio pie bajo una gran ovación. Leopoldo Casasola se había ganado el respeto de la afición madrileña. Era evidente.
Mejor trato dieron también a Procuna, temerario al recibir a porta gayola a sus novillos; gustoso capotero según demostró en competencia con Valverde durante un tercio de quites; buen banderillero, artífice de un gran par al quiebro; y, en cambio, muletero mediocre, no se sabe si por falta de aptitudes o porque está mal enseñado. En fin, que pasó sin pena ni gloria. Y así no se abren las puertas grandes. Ni las chicas.
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