El genio de Isabelle Huppert sostiene la casi insostenible osadía de Haneke en 'La pianista'
Rutinaria reconstrucción por Frédéric Kahn del célebre caso del asesino loco Roberto Succo
Le preguntaron ayer aquí a Isabelle Huppert por qué se había metido en las magníficas, pero maléficas y escabrosas, imágenes de La pianista, dirigida por el austriaco Michael Haneke. La eminente actriz francesa soltó esta veloz réplica: 'Porque en mi oficio hay que atreverse a todo'. Y es su atrevimiento, su genial audacia, la cordura con que representa una forma extrema de locura, el alma de este complejo y duro filme, que, sin alarde sanguinario alguno, obliga a veces a cerrar los ojos. Como también los cierran, pero de sueño, Roberto Succo, dirigida por Frédéric Kahn, y El ensayo, dirigida por Catherine Orsini, dos películas francesas completamente innecesarias.
'Me metí en La pianista, ante todo, porque quería trabajar al precio que fuese con Michael Haneke', añade Isabelle Huppert. 'Me propuso hace cuatro años actuar en Funny games, leí el guión y me asusté. Reconozco que entonces no tuve el coraje suficiente para convertirme en la mujer que sufre aquella aterradora agresión. Pero me arrepentí inmediatamente después de negarme', prosigue la actriz, 'y el arrepentimiento aumentó cuando vi la película. Desde entonces me obsesionaba la idea de rectificar aquel error y Haneke lo sabía, así que me envió el guión de La pianista, con la advertencia de que era una película aún más dura que Funny games. Y obviamente acepté con los ojos cerrados y sin temor alguno. Yo sólo tengo miedo de los malos directores'.
El guión de La pianista, escrito por su director, está extraído de la novela de Elfriede Jelinek, escritora austriaca nacida en 1946 y que es considerada una de las novelistas mayores de la actual narrativa alemana. Aunque es autora de guiones, Jelinek no aceptó nunca que se convirtiera en película ninguno de sus relatos, hasta que Haneke, con el peso de su extraordinaria obra escénica y fílmica, la hizo cambiar de idea. Pero la escritora exigió al cineasta 'que confrontase el canon de sus imágenes con el del texto literario y no las elaborara nunca de espaldas a él, porque considero irrenunciable de mi relato no lo que pueda tener de reflejo autobiográfico, sino lo que tiene de ejemplaridad el personaje, que es una de esas mujeres que se hunden por el peso de una alta cultura de la que viven y a la que idolatran'.
El dolor, la verdad, la perversidad y la fuerza que Isabelle Huppert introduce en esta dolorida y retorcida mujer que nunca ha sido mujer y que deambula por las aceras de Viena en busca de sexo al que mirar, aterrada por la idea de practicarlo, son palabras mayores, cine poderoso y punzante, que penetra limpiamente en rincones del comportamiento escondido en los que una cámara jamás se había atrevido a hurgar. Pero la cámara de La pianista se mueve dentro de estos rincones con tanta precisión, lucidez e ironía que ni una salpicadura de la escabrosa intimidad que explora quita transparencia a la lente y lucidez a la mirada de Michael Haneke.
Este cineasta es un singular heredero de Bertolt Brecht, que al igual que otros maestros de su generación que ahora están entrando en la edad de la plenitud, como Patrice Chéreau, recuperan para el cine europeo la inmensa sabiduría del teatro, equipaje formal que se había perdido para el cine y que ahora, una vez recuperado, permite reiniciar la vieja e irrenunciable conquista por la pantalla del conocimiento desde dentro de algunas raíces, sólo perceptibles desde el cine, de los comportamientos oscuros.
Esas raíces son el delicado y turbador territorio que explora esta poderosa e inquietante película.
En las antípodas de este cine que se sumerge y nos arrastra a honduras del horror cotidiano, está la epidérmica y blandorra carnicería de Roberto Succo, reconstrucción sin gracia y sin tensión emocional por Frédéric Kahn del sanguinario recorrido de aquel loco parricida italiano por las vueltas y las revueltas de los caminos de la Costa Azul, Saboya y Baviera, que dieron siniestra popularidad a sus crímenes al final de los años ochenta, antes de que este extraño personaje se suicidara o lo suicidaran en la cárcel italiana donde fueron a parar sus huesos y sus enloquecidas proclamaciones de revolucionario y 'terrorista solitario'.
Teatro
Se trata de un grave y duro capítulo de la serie negra de la vida europea reciente, que dio lugar a una famosa representación teatral escrita por Bernard-Marie Koltès y montada por Patrice Chéreau, con la que esta película ambiciosa pero pretenciosa y plana no tiene ningún parentesco.
Y peor aún es la otra película francesa, El ensayo, dirigida por Catherine Orsini e interpretada por Emmanuelle Béart y Pascale Bussieres. Es una obra también ambiciosa, pero lo que encuentra se queda muy por debajo de lo que busca. Mezcla sin claridad varios hilos duros, incluso graves, asuntos dramáticos de mucho peso como son el mito romántico de Lulú, la figura escénica de la puta santa; el abrupto territorio de un amor loco, casi suicida, entre dos mujeres; el aplastamiento de esta pasión bajo la losa de una cotidianidad que la expulsa de su legalidad moral. Demasiada materia y con demasiada anchura para la estrechez de la mirada que hay detrás de esta olvidable película.
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